Confieso que nunca disponía de tiempo para quedarme; que siempre tenía-o inventaba- excusas para irme.
Es que el clima de la casa, esa casa en la que había vivido, me deprimía: la pintura del techo que colgaba en jirones, la moquette gastada hasta la trama, adornos de porcelana desconchados y mal pegados, libros en ruso que nadie volvería a leer y que juntaban polvo en esos estantes con fondo de espejo en el mueble del living; el living en sí, oscuro, ya que desde que mamá había perdido la vista, la luz no le era necesaria, lo que por un lado me hacía sentir incómodo, pero por el otro ayudaba a disimular las cosas que se paralizaron cuando mamá decidió que había empezado a morirse; el hecho de ver a mi mamá sentada todo el santo día en ese sillón, cada vez más ensimismada, más adormilada, cada vez más cerca de esa muerte que se había autopronosticado como inminente hacía unos veinte años, me producía tal desasosiego que lo único que quería era escaparme, desaparecer, rajar.
A veces la situación daba como para esgrimir razones más o menos reales:
-Bueno... tengo el auto en doble fila, así que te doy un besito y me voy rajando...
-Bueno, mamá... estuve trabajando todo el día... un beso, que me voy a dormir...
-Mamá... Mamá... no, no, no... déjela dormir, Rosa. Cuando se despierte, dígale que pasé a darle un beso...
-Bueno..., no, mamá... hace casi dos horas que empezamos a comer: me voy antes de que reviente. Chau, un beso...
Otras, inventaba excusas para no quedarme allí:
-Bueno... tengo el auto en doble fila, así que doy un besito y me voy rajando...
-Bueno, mamá... estuve trabajando todo el día...
Rajar. Escaparme.
Y para peor, que fuera como fuera la cosa, después de mi visita de segundos, minutos, hora, mi mamá siempre decía lo mismo:
-Quedate cinco minutos más...
Interminables cinco minutos más.
Mi madre fué enterrada en la parte nueva del cementerio de Tablada. Al año siguiente, tal como marca la tradición, encargué la lápida definitiva.
Era muy simple, de granito y tenía al pié dos pequeños vasos metálicos para flores.
A pesar de ser todavía agosto, ese domingo era primaveral. El sol brillaba de pleno en ese cielo extraordinariamente azul. Nada se movía. La calma era total.
La tumba ya no estaba tan sola como un año atrás. Mi mujer sacó los vasos, calculó cuantas de la flores que habíamos comprado en la entrada cabrían en cada uno, se robó de una de las tumbas un frasco que aparentemente había sido de mayonesa, y con los tres recipientes, se fué a buscar agua a una canilla que estaba contra el muro, a unos cincuenta metros.
La verdad es que la lápida era muy linda. Los vasos metálicos llenos de flores amarillas y el frasco de mayonesa rebosando fresias plantado cerca del nombre de mi mamá, le quedaban más que bien.
Habremos estado algunos segundos, quizás sesenta, parados frente a la tumba, cuando yo dije bueno...
Y ahí, en ese exacto instante, no sé de donde salió una racha de viento tan fuerte, que no solo levantó polvo de alrededor de la tumba de mamá y desparramó las flores amarillas, sino que volcó el frasco de mayonesa.
Así que hasta que mi mujer fué de vuelta a buscar agua y que acomodó otra vez las fresias y que limpiamos y secamos la lápida, pasaron más o menos otros cinco minutos.
sábado, 7 de abril de 2012
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