jueves, 21 de abril de 2011

Cuando la muerte no te quiere

Revista Viva. Domingo 13 de enero de 2002.
Una historia del Holocausto.


Pasajero de una pesadilla
Por Marta Platía.
Hace sólo quince años que Edgar Wildfeuer, de 74, dejó de soñar con la muerte. El único sobreviviente de Auschwitz que vive en la ciudad de Córdoba dice que sus noches sin pesadillas son su verdadera victoria. Su completo triunfo sobre el horror nazi que acabó con toda su familia y le borró la sonrisa por décadas enteras.
Ahora, en su apacible casa del barrio Alta Córdoba, parece un vecino más. Nada indica que detrás de la puerta blanca de la calle Cervantes al 700, se agazape, intacta, la historia de un hombre que logró arrancarle su vida a la muerte de los campos de concentración nazis de Plaszow –el mismo de La lista de Schindler– Auschwitz, Mauthausen, Melk y Ebensee.
Nada, salvo el desesperado abismo de sus ojos azules cuando recuerda esos años. Nada, si no fuera por el número que todavía lleva grabado en su brazo izquierdo: 174.189. “Me lo tatuaron apenas entré a Auschwitz, en 1944”, resuella, y lo muestra con la dignidad sin abatir de su metro ochenta de estatura.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Edgar Marek era apenas un chico de 15 años. Su papá, Mauricio era un próspero ingeniero ferroviario en Cracovia, la antigua capital de Polonia, y nada faltaba en el hogar adonde los Wildfeuer –luego del nacimiento de Edgar, el 6 de mayo de 1924, en Czorsztyn—se habían mudado.
A don Edgar se le llenan los ojos de luz cuando se recuerda, niño y feliz, deslizándose con su trineo por la nieve, jugando al fútbol con sus amigos, o patinando, hasta caer rendido “y con las mejillas que latían coloradas”, sobre el hielo de los lagos helados.
“Mi familia no era muy religiosa, pero manteníamos las tradiciones judías. Cuando comenzó la discriminación, mi papá no pudo tolerar los malos tratos, las medidas antisemitas, y decidió escapar”.
El refugio, la casa de su abuelo en Podhuba: “Nos fugamos escondidos en una camioneta. Temblando de miedo de que nos descubrieran. Pero llegamos. Ahí tuvimos un tiempo de paz junto al abuelo, con una tía, su esposo y su hijo de 10 años. Estuvimos a salvo algunos años junto con mi madre –rememora Wildfeuer en su castellano de hierro–, pero todo eso se terminó el 13 de agosto de 1942”.
Ese día los alemanes tomaron la aldea y asesinaron a todos. “Cuando volví no quedaba nadie vivo. No puedo explicar todavía lo que sentí al ver a toda mi gente muerta. Yo también me morí ahí. Yo, o el que era hasta ese día”.
Edgar se salvó de la masacre porque había conseguido trabajo en una empresa que construía caminos. Sabía alemán y era joven. El capataz nazi lo consideraba útil para que le llevara la correspondencia y le trajera su comida. “Todos los días a las doce yo iba en su bicicleta al puesto de gendarmería a traerle su comida. En eso estaba cuando la patrulla de la SS que mató a todos me encontró en el camino. Para que el capataz no se queda sin comer y sin su bicicleta, no me asesinaron. Cuando pude volver a mi casa encontré a todos muertos. Pasó mucho tiempo hasta que fui consciente de lo que me había pasado: me había quedado solo en el mundo”.
Edgar huyó de los alemanes y se refugió con unos antiguos amigos de su padre en el guetto de NowyTarg. Pero el respiro no le duró mucho: los supuestos amigos lo enviaron al campo de trabajo de Rabka “para no tener problemas”. El muchacho se llenó de amargura y desconfianza: “La guerra tenía esas cosas y yo las estaba aprendiendo con la piel. Rabka terminaba con tus fuerzas. Pero yo era joven y podía trabajar picando piedras. Después, me trasladaron al ghetto de Cracovia y de allí, a Plaszow”.
-El campo donde estaban los judíos de Schindler…
-Sí, y donde el comandante Amón Goeth mataba por el gusto de matar. Era terrible y sanguinario. En la película (La lista de Schindler) Spielberg lo humaniza en su trato con la sirvienta. Y tal vez fue así con ella, pero en el campo era como un demonio: disparaba sin piedad y a cualquiera le podía tocar. Allí, como en los demás campos, sobreviví porque tuve suerte. Si hasta me dispararon y no salieron las balas.
-¿Cómo fue eso?
-Formaba parte de una cuadrilla que picaba rocas para pavimentar los caminos. Trabajábamos hasta 16 horas diarias con temperaturas bajísimas. Y un día, por el cansancio, el hambre y el frío, me dormí arriba de ese montón de piedras. Pasó un guardia y me gatilló varias veces en el cráneo. Ese sonido me despertó y pensé que ahí terminaba todo. Pero las balas no salieron. Parece que la pistola estaba congelada. Me pegó con el arma y se fue. Ese día volví a nacer.
-Primero la comida del capataz, luego un revólver atorado, es usted una sucesión de milagros…
-Es que para sobrevivir había dos cosas fundamentales: Tener suerte y querer vivir. Tener voluntad de no morirse. Y no deprimirse. Nunca.
-¿Pero cómo no deprimirse con semejante situación?
-Había que esforzarse. No pensar –dice firme, golpeándose las rodillas con las pesadas palmas de sus manos–. Pensar podía matarte. Yo creo que a mí tal vez me ayudó ser joven y estar tan solo. No era fácil de quebrar. Recuerdo a Auschwitz llegaban familias enteras de judíos holandeses. Les quitaban todo. Los separaban de sus seres queridos, y los llevaban a que miraran el humo que salía por las chimeneas de los crematorios. Y les decían: “¿Ves ese humo? Allí van tus hijos y tu mujer”. Entonces, lógico, esa gente caía en la desesperación, se deprimía y no tardaba mucho en morir.
En su tácito manual de sobreviviente, la mirada tiene todo un capítulo: “Era fundamental no mirar a los nazis. No mirarlos para no ser visto. Ser invisible. Todos esos años ser invisible fue una de mis obsesiones”, revela este hombre que recorrió todos los infiernos tratando de que los demonios no posaran sus ojos en él. Un hombre de rostro bello y mirada azul que parece saberlo todo sobre la vida y la muerte.
“Nunca, jamás mirar a los capos a los a los ojos. Tratar de no sobresalir. Mientras menos contacto y más desapercibido, mayores posibilidades de sobrevivir” repite como para sí mismo, y recuerda el caso de un compañero suyo. El chico amaneció con dolor de muelas y tuvo la peregrina idea de envolverse la cabeza con una bufanda. Cuando pasó el jefe del campo, el verlo y hacer tiro al blanco, fue todo uno.
Edgar contempla el horror en los ojos de esta cronista, pero no da tregua. El cree que nada de esto debe ser olvidado y por eso, dice, habla. Sin piedad. Ni siquiera para él.
“Es difícil describir lo que era Auschwitz –se esfuerza–. Era un mundo aparte. Una creación terrorífica. Como de ciencia ficción. Un lugar del que se salía únicamente por la chimenea del crematorio. La grasa humana convertida en jabón, y las cenizas de los cuerpos usada de pavimento en las calles…”.
Cuando los aliados comenzaron la ofensiva final, en enero de 1945, los alemanes decidieron evacuar Auschwitz. En el medio del caos por la evacuación, Edgar y sus compañeros se colaron en un depósito y lograron hacerse de algo de ropa y zapatos para soportar la que, intuían, sería una marcha agónica. “Yo agarré una frazada y dos zapatos de distintas hormas. No un par, sino dos zapatos. Me dijeron que uno era del ejército húngaro, y el otro del eslovaco. No sé si era cierto, pero me salvaron la vida”. Los zapatos de Edgar. Se mira los pies como si todavía pudiera verlos.
“Eran un asunto de vida o muerte –enfatiza con el rostro ensombrecido–. Todos sabíamos que los que no tuvieran un buen calzado moriría con los pies congelados. Era enero. Nevaba y hacía 20 grados bajo cero. Los nazis nos llevaron a punta de fusil a pie, durante cuatro días y cuatro noches rumbo a Austria. Después supimos que era a Mauthausen. En el camino nos bombardeaban los rusos. Yo iba casi al último y podía ver cómo las tropas de la SS iban matando a la gente que no podía seguir por sus pies congelados. El camino estaba sembrado de cadáveres. Muchos otros sólo tenían zuecos de madera y lona arriba. La nieve se les pegaba a la madera. Se ampollaban los pies. Se infectaban. Los asesinaban. Si yo no hubiera tenido esos zapatos, seguro que también me moría”.
Desde la marcha de la muerte, Edgar –que a esa altura pesaba un poco más de 40 kilos—llegó a Mauthausen, y de allí pasó a Melk: “Un campo infecto, lleno de piojos”, donde cavó túneles en las montañas bajo el bombardeo de la aviación aliada hasta que en abril del 45 los rusos tomaron Viena. Entonces el muchacho y sus dos zapatos (“uno tenía la punta redondeada; el otro, cuadrada”) fueron a dar a una barcaza de transporte de carbón que, por el Danubio, los dejó en Linz. Al desembarco le siguieron otros cuatro días de marcha forzada montaña arriba. Sin nada que comer. Con los fusiles nazis apuntando, matando a los más débiles, hasta que llegaron a Ebensee, en los Alpes austríacos.
“Allí viví el colmo del sufrimiento. Hacíamos túneles en las montañas de piedra con explosivos y, claro está, sin ninguna protección. Morían de a cientos. Por toda comida, cada día nos daban un litro de agua con cáscaras de papas y un octavo de pan que, como parecía aserrín, había que recogerlo con la gorra. Pero el miedo era insoportable. Nos dábamos cuenta de que ellos estaban perdiendo la guerra y que ya no les importaba nada. Nos decían, a cada rato, que nos matarían a todos”.
Edgar, el hombre que es ahora, habla como si esta cronista ya no estuviera a su lado. Relata en voz alta. Como si todas las imágenes del horror hubieran cobrado vida en el living quieto de su casa de puerta blanca.
Edgar recuerda: “Uno de los últimos días, mientras estábamos formados en la plaza, salió de las oficinas del campo un muchacho luxemburgués y nos gritó con toda su fuerza que no entráramos a los túneles ese día. Que los nazis pensaban volarlos con nosotros adentro. Ese chico nos salvó la vida. Lo mataron en el acto”.
El fin para los carniceros del Tercer Reich estaba cerca. Las tropas aliadas acampaban a pocos kilómetros y los guardias decidieron huir. “Una mañana nos levantamos y ya no estaban. Nos abandonaron. Estábamos solos, pero ni siquiera teníamos fuerzas para salir de allí”.
Es entonces cuando el día de la liberación resplandece en la memoria de Edgar. Recuerda que esa mañana entró al campo de Ebensee un tanque norteamericano y que, desde lo alto, se asomó el rostro de un soldado negro que miró aterrado la multitud de cadáveres vivientes que había parido la locura hitleriana. “Nunca voy a olvidarme que era 6 de mayo. El día de mi cumpleaños. Ya tenía 21, pero me sentía de 80. Ese día, mi regalo fue la libertad”, dice, y me sonríe la sonrisa más triste que jamás haya visto.
La liberación llevó los 45 kilos de Edgar Wildfeuer a los campos de refugiados que se montaron en Italia. Ya no tenía a nadie por quien regresar a Polonia. “Mi tierra estaba ensangrentada, tomada por los rusos, y ya no quería volver. No tenía a qué ni por quién”. En el taco de la bota del mapa italiano, en Santa María di Leuca, conoció a Sonia Schulman, una polaca de 18 años que, milagrosamente, se había salvado con casi toda su familia. Sólo uno de sus hermanos, León, murió en el campo de exterminio de Stutthoff. “Me enamoré apenas la ví. Ella tenía familiares en Argentina, en Córdoba, y no tardó en embarcarse hacia este país”.
Edgar vivió otros cuatro años de soledad. Se quedó en Italia acompañado por las cartas de Sonia que llegaban, todos los meses, desde las sierras que Edgar añoraba sin conocer. El muchacho aprendió el idioma del Dante e hizo la secundaria en dos años. Ingresó en la facultad de ingeniería y allí peleó sus siguientes batallas hasta que en noviembre de 1949, una carta de Sonia lo embarcó desde Génova a Buenos Aires. En los 14 días de océano, el enamorado se devoró un libro escrito en castellano: “Como ya sabía alemán, idish, italiano y ruso, el español no entró tan difícil”, explica Wildfeuer como si nada.
Córdoba lo recibió en la casa donde todavía vive. Cerca de la Plaza de Alta Córdoba, donde le pidió a Sonia que se casara con él. Por la que todavía hoy este ingeniero jubilado, altísimo y de sonrisa amplia, va a tomar el sol con siete nietos que le dieron sus tres hijos. Don Edgar, como le llaman sus vecinos, suspira largamente y espía la siesta cordobesa por la ventana de su casa nívea. Igual a todas las de la cuadra. Y cuando parece que ya lo ha dicho todo, confiesa que sí. Que sí, que cuando terminó la guerra tuvo vergüenza de haber sobrevivido. “Un enorme cargo de conciencia por vivir”, a pesar de que todos a quienes quiso murieron.
-¿Todavía hoy se siente culpable por estar vivo?
-No, ya no. Me he disculpado a mí mismo. Yo sólo quería sobrevivir. Y ni yo mismo puedo culparme por eso.
Entonces me mira aliviado. Sonriendo su sonrisa triste. Atisbándome desde el fondo de su historia con los ojos azules de ese otro Edgar. El muchacho que fue. Ese que ya no quiere ser invisible.

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