jueves, 28 de julio de 2016

Elogio a la embriaguez 
Un texto de Fernando Savater 

Suelo ser excesivo. Confieso que he nacido para lo demasiado. No en todo, claro está, sólo en ciertos vicios y para ciertas aficiones. De las virtudes no hablaré, pero en alguna también me paso un poco, aunque Aristóteles me regañaría por creer que, si me paso, puedo seguir llamándola "virtud". Leo demasiado, escribo demasiado, viajo demasiado, me encolerizo demasiado, quiero hacer el amor con demasiadas personas y cosas, me enamoro demasiado de quien no me quiere, hablo demasiado, tengo demasiadas opiniones y no me las callo, gesticulo demasiado, grito demasiado, pretendo saber de demasiadas cosas, me río demasiado, lloro demasiado, cultivo y provoco demasiadas animadversiones. Me deprimo más de lo debido y me divierto como un niño bobo, sin medida. Soy un pasota, pero no porque pase de todo -como se dice en España para indicar indiferencia-, sino porque me paso en todo. 

Como es lógico, siento simpatía por la mayoría de los disparates y sobre todo por los extremos. En cuanto algo se estima tanto que comienza a delirar -una manía, una opinión, un defecto, una afición, un tic-, me resulta morbosamente interesante. Padezco vergonzante complicidad con los poseídos y los fanáticos, con los arrebatados y los convulsionarios. Cuanto más exagerado es alguien, más irrefutable me parece. No me enorgullezco de esta debilidad -en sí misma excesiva también- pero tampoco quisiera curarme del todo de ella. Ya que no podemos ser infinitos, al menos seamos extremistas, que es como la versión "pueril" del infinito. 

Me dicen que todo está bien, pero con mesura. Yo sospecho íntimamente que todo está mal, salvo cuando es desmesurado. Nada resulta a la larga tan triste como la verosimilitud. Lean a cualquier filósofo anglosajón y comprenderán lo que quiero decir. ¡Menos mal que Swift y Poe, Melville y Aleister Crowley fueron también anglosajones! El oráculo recomendaba: "De nada demasiado". Es evidente que de todo no puede tenerse demasiado, pues en tal caso seríamos dioses. Pero busquemos al menos lo demasiado en algo. Porque el consejo del oráculo también puede leerse de otro modo: tenemos, queramos o no, demasiada nada por delante. 

Lo divertido de la libertad, no nos engañemos, es el libertinaje. Lo mejor del erotismo es, por supuesto, la pornografía. Y en el terreno de la bebida, el ideal no es tomarse un par de copas para animarse un poco, sino emborracharse como un cosaco en Nochevieja. Me parecen repulsivamente hipócritas los usos "medicinales" del alcohol: "Tómese una copita para entonarse". ¡Para eso, tanto daría propinarse una buena friega de ginebra o vodka! El único que entendió bien las virtudes médicas del alcohol fue aquel pariente de Mark Twain: "Mi tío tomaba de vez en cuando una copa para estabilizarse. A veces se estabilizaba tanto que no podía moverse". Considerar la embriaguez como algo pecaminosamente malo en sí mismo es cosa propia de comunidades frígidas y civilizaciones sin gracia. Otros pueblos, sin embargo, ni siquiera han sospechado que los excesos de la bebida pudiesen despertar virtuosos escándalos. Stevenson, por ejemplo, comenta que nunca le oyó proferir a su abuela escocesa nada más duro contra el alcohol que esta sabia prevención: "¡Cuidado con la bebida, hijos míos, porque puede llevar al vicio!". Por supuesto que en todo caso la embriaguez, aun aceptada como algo perfectamente natural y lícito, suele resultar ocasionalmente torpe, inconveniente, sucia, fastidiosa, poco oportuna, ridícula, monótona, etc. ¿Pero no ocurre lo mismo con el amor? ¿O con la sabiduría? ¿O incluso con la justicia? ¿Y no es también cierto que amor, sabiduría o justicia pueden degenerar en vicio, con repercusiones quizás aun más indeseables que las de la bebida? 

No soy partidario de buscar coartadas a los excesos y reducirlos así a meros instrumentos, pero en defensa del alcohol es patente que sobran los testimonios favorables. En una entrevista, Marguerite Duras hacía un bello y conmovedor panegírico a la embriaguez etílica: "Nada como el alcohol -dijo-. El alcohol es perfecto, aunque es la muerte". Señalo que su testimonio es conmovedor porque ella tuvo que renunciar a la bebida por razones clínicas: pero, en lugar de aprovechar este forzoso ascetismo para iniciar una rencorosa cruzada contra su antiguo amante, lo recuerda con nostalgia y lo defiende. Por supuesto, decir de algo que es la muerte no es avanzar un argumento definitivo en contra. También la vida es la muerte, y aquí estamos. 

Bebamos, pues. Como decía un amigo: "Total, para cuatro días que va a beber uno". ¡Ah, mañanas de chinchón seco, mediodías de Campari, aperitivos de manzanilla y oloroso, comidas regadas con buen vino, grappa enérgica de los postres, tarde de mezcal, vodkas estimulantes, bourbon en donde suena la sirena de un coche de la patrulla nocturna y ron en el que se ahogan piratas fantasmales! El día de mi cicuta, no ofreceré un gallo a Esculapio. Por si no están ustedes mañana allí, les prevengo de mis últimas palabras: "Hijos míos, borgoña en las comidas y whisky escocés a cualquier hora". Y luego, dándome la vuelta para organizar dignamente cara a la pared: "Nada grande se ha hecho sin pasión". 

No conozco oración más conmovedora y más sentida que aquella con la que comienza «El pequeño vagabundo», de William Blake: «Madre querida, madre querida, la iglesia es fría, / mas la taberna sana y placentera; / puedo decir además que es donde me tratan bien. / Tan buenos momentos no tendré en el cielo». Es difícil más verdades en menos palabras, salvo quizá en algún tratado de matemáticas y, francamente, las verdades matemáticas son a la verdad lo que Audrey Hepburn a Marilyn Monroe. La taberna es un lugar sano, placentero y donde por añadidura mejor lo tratan a uno. No hay signo de civilización más indudable que la abundancia y calidad de tabernas: allá donde proliferan las cafeterías, los snacks, los bares estadounidenses y demás abrevaderos plastificados, no duden de que el fantasma de Spengler anda frotándose las manos y los caballos justicieros de los bárbaros relinchan cada vez más cerca. En Euskalerria sobran las buenas tabernas. Comienza uno a aprender euskera, por ejemplo, y los temblores de neófito se le pasan cuando una de las primeras lecciones del método más popular se titula precisamente Tabernan, y allí en la taberna se establece el animado dialoguillo pedagógico de los personajes, con elogios al vino y todo. Una lengua que comienza a aprenderse con ejemplos tabernarios tiene que ser por fuerza sabrosa y civilizada. 

La taberna es un ámbito esencialmente materno, en el sentido más hospitalario del término: afuera todo es llanto y crujir de dientes, extra tabernam nulla salus. No es, pues, el lugar de la vida activa, sino del inicio o remate de la actividad. Allí comienzan los negocios y también concluyen con un trago las sociedades que han dejado de ser rentables. Allí se tonifican entre bélicos himnos subrayados por golpes del jarro sobre el mostrador quienes parten al combate y allí se celebra el regreso del héroe victorioso o del superviviente. De allí sale el viajero que marcha a lo desconocido y allí retorna para narrar a un círculo de ávidos oyentes las peripecias de su travesía. Allí se bebe a la salud de la bella a cuya cita va a acudirse por primera vez y allí también (¡ay!) se apuran los tragos espesos en que se busca consuelo de su pérdida. La taberna es un paréntesis en la vida, como el sueño. Y, también como el sueño, ese paréntesis está más lleno de significado que la propia vida. Es algo así como la Legión Extranjera, pues uno puede perder su identidad acrisolada al entrar y fabularse en una nueva personalidad que compartir con otro bebedor solitario, o sencillamente puede preferirse el rincón menos iluminado y su perfecto anonimato, como hizo Ulises cuando volvió al reino que se proponía reconquistar. 

He dicho antes «bebedor solitario» y eso es algo que debe ser matizado, pues nadie bebe realmente solo en la taberna: en efecto, es el reino de la mediación y por tanto del reconocimiento que humaniza y satisface a la autoconciencia. El mediador es naturalmente el tabernero: no hay oficio que requiera mayor sutileza, una distancia mejor calculada para asegurar la compañía acogedora sin atentar contra la pudorosa intimidad, una disponibilidad atenta y digna que sepa hacerse poco a poco cálida hasta la ternura cuando la ocasión lo requiera. ¿Cómo va a poder beberse a gusto en una cafetería de mecánicos y displicentes camareros, siempre deseosos de que uno deje libre la plaza que ocupa, o aun peor, en un autoservicio, que incluso en el mejor de los casos no es más que una adaptación de la cadena de montaje a las necesidades alimenticias? Encontrar un buen tabernero es tan difícil como encontrar un buen amigo. Aun más raro y precioso, si me apuran, porque el amigo exige de nosotros proezas afectivas que la discreción del buen tabernero obvia. Es el tabernero el encargado de que nadie esté totalmente solo en su casa y también de que nadie se sienta vigilado: ¡Ojalá Dios nos tratase con igual delicadeza! 

Quizá se me diga, con trémolo de regeneracionismo abstemio, que en las tabernas se «bebe» y allá donde se bebe también puede beberse «demasiado». A lo que se supone que yo debería responder cantando las virtudes del use moderado del alcohol, sus beneficios para la salud o la sociabilidad en la dosis adecuada, etc. Es lo que han hecho todos los hipócritas que en el mundo fueron cuando han querido defender el vino, de San Pablo a Xavier Domingo. Lamento no ser propenso a tales empeños educativos. Personalmente, creo que no se debe beber demasiado: sólo lo justo para emborracharse. Pero en estas cuestiones me siento tolerante (como dijo muy bien Bergamín de sí mismo, soy liberal en todo salvo en política), y si alguien se encuentra a gusto en el exceso, no diré ni una palabra que pueda desanimarlo. No faltan, sin duda, argumentos edificantes a favor de la bebida: gracias a la embriaguez, por ejemplo, me he visto libre de la adicción a las drogas duras, pues no suelo estar sobrio el tiempo suficiente para conseguirlas. 

Pero no me rebajaré a este tipo de palinodias ni tendré la desvergüenza de considerar la borrachera como un efecto indeseado o un mal menor. Abundan las culturas que no han mirado la embriaguez con virtuosa repugnancia. No me refiero, desde luego, a las habituales coartadas antropológicas que relacionan los excesos etílicos con la fiesta, la suspensión de lo cotidiano, la posesión divina. Dionisos y demás grandilocuencias para borrachos de mala fe. No: hablo más bien de una tolerancia usual y sin énfasis, que suele darse por lo común en tierras de sólidos bebedores, como Escocia. En cambio, Rabelais tuvo mala fama entre sus envidiosos contemporáneos por su afición desmedida al veneno de Noé. Decían de él que nadie le vio nunca completamente sobrio, por temprano que fuese, lo cual no deja de ser un bonito récord. Y, sin embargo, se ganó un hermoso epitafio de Ronsard por esta misma afición, en el que se incluyen interesantes disquisiciones sobre las transformaciones fermentativas de la materia: «Si d'un mort qui pourri repose / Nature engendre quelque chose / Et si la génération / Se fait de la corruption: / Une vigne prendra naissance / De I'estomac et de la panse / Du bon Rabelais, qui boivoit/ Toujours, cependant qu'il vivoit». 

Beber y vivir. Es inevitable recordar aquí otro epitafio, este compuesto por el propio interesado, bebedor nada rabelesiano sino agónico, pero dotado también de fundamental ironía: «Malcom Lowry / Difunto del Bowery / Su prosa era florida / Y a veces reñía / Vivió de noche y bebió de día / Y murió tocando el ukelele».Y volvamos de nuevo a la taberna, de donde nunca salimos de pleno grado. Las hay de muy diferentes personalidades, según la bebida base que se provee habitualmente en ellas. Las tabernas de vino suelen ser vivaces, canoras, propensas a la tapa y al pincho. Las de cerveza, soñadoras y ensimismadas. Las cantinas de tequila, peleonas. 

Todas tienen su encanto, a poco que uno sepa conciliar su ánimo con el genius loci imperante: es cuestión, como casi todo en la vida, de saber estar. Cuando llega la hora de elegir alguna, es ante todo justo y saludable enumerarlas en su diversidad con agradecimiento politeísta: tabernas de manzanilla de Sanlúcar de Barrameda, desde alguna de las cuales puede verse la placa con los nombres de los primeros navegantes que completaron la vuelta al mundo; finas tabernas sevillanas, de augustas aceitunas y mojama tenue; honrados pubs ingleses, quizá los antros más acogedores del mundo; rincones parisinos de la Isla de San Luis, cuando llega el nuevo beaujolais; cantinas de Taxco, en una de las cuales me invitó a escuchar nueve corridos un desconocido que pagaba en mariachis la pérdida de una apuesta; inolvidables tabernas venecianas, Ca d'Oro Ruggiero, el Cacciatore de Murano, donde se bebe el fugaz y frutal torbellino. 

¿Preferir? Uno las prefiere todas, es decir, prefiere su variedad y su riqueza. Pero el corazón del bebedor tiene sus rincones. El mío está arropado en las tabernas de la Parte Vieja de Donostia, entre txakolí gildas y chorizo cocido, aunque hay cierto balconcito en Guetaria que tampoco cambio por nada del mundo. Se entiende: ni de este mundo ni del otro. El poema de Blake antes citado comenta sin melancolía: «Tan buenos momentos no tendré en el cielo». De algo estoy seguro: si allá en el otro mundo infierno o gloria, tanto da no hay fuerte vigilancia, nada podrá impedir que mi alma despenada se lance cabeza abajo por el tobogán de las estrellas para acabar en un rinconcito del Astelena o del Ormazábal, acariciando ya sin ojos ni lengua un txikito imposible y desesperado. 

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