viernes, 24 de julio de 2009
La vida después de los 50, según Roberto Fontanarrosa
Encontre este reportaje valioso que habla del paso del tiempo en elgaleon.com, que quiero compartir con ustedes:
Aun cuando compartimos un lugar de trabajo -Clarín- durante casi tres décadas nunca tuve más oportunidad que cambiar un civilizado saludo o algún comentario ocasional con el Negro Fontanarrosa. Esto fue hasta que una tarde de primavera del 2000, nos sentamos a hablar durante horas sobre la vida. En realidad el habló y yo lo escuché regalar una sabiduría natural que se extendió hasta la ingrata idea de la muerte. He rescatado este texto no solo para contribuir a los muchos homenajes que se le hacen, si no porque es uno de los discursos más inteligentes que recuerdo haber escuchado.
Por Oscar CardosoLa vida después de los 50
El humorista y escritor Roberto Fontanarrosa –nacido en 1944– cree que tener 50 años o algo más es habitar un territorio extraño. “Se habla de la mediana edad, que no tiene una definición muy clara”, afirma el creador de Inodoro Pereyra y Boogie el Aceitoso, entre otros personajes populares. “Ya no somos jóvenes, al menos en la dimensión que la sociedad le da hoy a la categoría juventud. Pero los que estamos ahí tampoco ocupamos el lugar respetable que antes se reservaba para esta edad”, agrega. Fontanarrosa –autor de ocho libros de cuentos y de las novelas “El área 18”, “La gansada” y “Best Seller”– admite una única certeza: la necesidad de “asimilar la idea de que ya no queda mucho tiempo”. Este rosarino tan entrañable y sedentario como sus personajes acaba de publicar “No te vayas, campeón”, sobre fútbol, uno de sus temas ya clásicos.
En un presente en el que la expectativa de vida se alargó tanto que la adolescencia parece llegar hasta los 25 años, ¿qué supone tener 50 o algo más?
Hay como un desfase de esto. Un amigo, el periodista colombiano Daniel Samper, cuenta que él en la familia siempre escuchaba hablar de su abuelo. De las alegrías del abuelo, de las tristezas del venerable abuelo. Y un día pregunto: “¿A qué edad murió?” A los 40, le dijeron. “¡Si era más joven que yo!”, fue su primera reflexión asombrada. Se lo imaginaba un viejito de barba blanca. Daniel tiene más de 50 hoy.
¿Entonces una primera inferencia apresurada es que a los 50 uno puede seguir sintiéndose joven, aun en el sentido literal del término?
Sin embargo, no. Ya no somos jóvenes, al menos en la dimensión que la sociedad le da hoy a la categoría juventud. Pero el de los 50 años es un lugar extraño, porque los que estamos ahí o poco más allá tampoco ocupamos el lugar respetable que antes se reservaba para esta edad. El del hombre que estaba de vuelta y ya había hecho lo suyo, que había hecho su vida. Ahora se habla de esta etapa como de la mediana edad, que no tiene una definición muy clara. En algunos momentos se toma una brusca sensación del lugar que se ocupa, pero es en relación con el futuro cercano. Algunas veces me pasa cuando leo en un diario algo sobre “el sexagenario” tal o cual. Ahí es cuando digo “¡Pucha!, lo de sexagenario sí suena serio”. Suena de verdad como la puerta a la vejez. Pero esto también tiene mucho de relativo, porque conozco gente de 70 años o más que está fantástica. Mi vieja tiene 83 años y está activa, tiene una vida completa. Es evidente que le hemos levantado bastante el techo a la vida, aunque en esto de los grados relativos de juventud o vejez no pueda generalizarse demasiado porque depende de las condiciones personales. Siempre recuerdo lo que decía y repetía Javier Villafañe cuando tenía ya más de 80 años. Lo cargaban porque siempre andaba acompañado con minas que eran 40 años más jóvenes que él o poco menos. Y le preguntaban con sorna “¿Cómo hace para estar siempre tan joven?” Y Villafañe respondía: “Sencillo, no me junto con viejos”.
CHAU NEGRO
Además del humor, ¿no hay en esa respuesta un elemento de autoengaño?
Hay, sí, ciertos engaños. Yo, por ejemplo, intento, trato de seguir jugando al fútbol. Lo hago en forma absolutamente recreativa, porque no puedo ya competir para nada. Entonces, por ahí juego con chicos que son jóvenes. Por supuesto ya no podés acercárteles mucho, ni nada por el estilo. Pero el hecho simple de estar charlando y compartiendo, te da como una sensación de paridad. Pero es falsa y se viene a pique cuando sacás algunos puntos de referencia en la conversación. Por ahí mencionás a jugadores y decís: “Bueno, yo me acuerdo de César Luis Menotti”. Y, entonces, te miran asombrados y te preguntan: “¿Vos lo viste jugar a Menotti?” Y Menotti jugador es uno de mis recuerdos más recientes. O me sucede cuando reflexiono sobre la edad de mi hijo, Franco, que tiene 17 años. El número no dice nada por sí solo, pero algunas veces me doy cuenta de que nació un año después de la guerra por Malvinas. Pero si en mi memoria esa guerra está ahí no más... Es en estos momentos en que se derrumban los pequeños trucos de la conciencia.
¿Notaste, o notás, algún cambio sustancial entre los 40 y los 50? ¿Fue el medio siglo una frontera de alguna forma?
Que el tiempo cambió y se volvió vertiginoso sin aviso previo. Cuando era chico, Navidad no llegaba nunca. Ahora digo a comienzos de año: “Esto lo vamos a hacer en noviembre” y cuando te querés acordar estás a mediados de noviembre y ya se terminó el año. Eso, por un lado, hacia el futuro. Y la otra, hacia atrás, la falta de percepción. Te doy un ejemplo. Hace poco en una conversación se mencionó el caso del transbordador espacial que estalló en el aire. Y yo dije: “Si, fue hace seis o siete años...” Y me corrigieron: había sido en los 80. ¡Hace casi veinte años! Esa percepción debe ser producto, más o menos, de la edad. Pero también es cierto que la única forma que he encontrado para detener el tiempo es el aburrimiento y, sinceramente, no vale la pena.
¿Te aburrís más que antes?
No, me aburro cuando me voy de vacaciones. No sé qué hacer con el tiempo. Pero esto no creo que tenga que ver con la edad, sino con lo demandante de mi actividad, que obliga a cumplir con el tiempo, con plazos estrictos.
¿Es la década de los 50 años, como sostienen algunos, un tobogán hacia la nostalgia como modo de vida permanente?
–En esto cuenta mucho lo personal. Yo no soy un tipo nostálgico. Me acuerdo de cosas, pero no bajo la sombrilla de que todo era entonces –y no ahora– una maravilla. Además, y aquí vuelvo a lo particular de mi trabajo que demanda encontrar enfoques nuevos y actuales, hay una cierta sensación de vitalidad que te da la tarea. Pero me quedé un poco atrás, en aquello de la frontera entre los 40 y los 50, y pienso que si no pude marcarla con nitidez es porque no han habido grandes conmociones ni cambios en mi vida. Sigo casado con la misma mujer, no me fui a vivir a otro lado, sigo en Rosario. No tuve muchos cambios grandes. Soy un tipo bastante paulatino, no soy de decir: “Desde mañana me voy a criar ovejas a la Patagonia”, o algo así. En ese continuo es difícil encontrar diferencias en el paso del tiempo. Sólo algunas cosas me hablan de ese paso como tal. Por ejemplo, cuando me encuentro repitiendo a mi hijo, con las mismas palabras, consejos que mi viejo me daba a mí. Ahí, sí, me asombro.
Dicen también que los 50 y sus alrededores son el tiempo en que se agota definitivamente todo impulso de rebelión y uno se descubre con mansedumbre hasta los mismos gestos y muecas del padre.¿Te sucede?
–Es más patético que eso, digamos. Por ahí me inclino a levantar algo del suelo y en mi esfuerzo, en mi incomodidad, en la queja, descubro a mi viejo en la misma circunstancia.
Viejos y nuevos miedos.
En un medio que devora creatividad ¿cómo es hoy hacer, esencialmente, el mismo trabajo que hacías a los 30 y a los 40 años?
El fantasma que está presente hoy es el temor de que no se te vaya a ocurrir nada más. Recuerdo que esta misma pregunta se la hicieron a Quino en una mesa redonda. Y citó el miedo, pero agregó algo muy racional: “Siempre he tenido ese temor. Pero después pienso: si hasta ahora se me han ocurrido, ¿por qué de golpe no se me va ocurrir más?” Yo siento el temor de repetirme, de empezar a emplear un lenguaje absolutamente obsoleto. Uno lo com¬pensa con lo que escucha, lo que lee y con el contacto con jóvenes. Pero hay una limitación, tampoco podés tomar para vos ese lenguaje nuevo porque es impostado, ya no te corresponde. Y del otro lado te acecha el anacronismo. Hay puntos de referencia que hablan de excepciones a esta regla: el negro Alejandro Dolina, que emplea esas palabras antiquísimas –chichipío, galochas, qué se yo– y sin embargo los chicos lo aceptan. Creo que esto también es por el carisma que tiene Dolina. Porque si por ahí dice galocha Raúl Alfonsín, puede parecer un viejo ridículo. Fuera de los miedos de los que hablé, debo decirte que también es cierto que en mi trabajo ahora siento –la mayor parte del tiempo al menos– que piso un terreno más firme, más conocido.
¿Son el peligro del vacío de ideas o de la repetición los únicos miedos de esta edad?
No, en verdad también me doy cuenta de que uno va interiormente tratando de asimilar la idea de que ya no queda mucho tiempo. Aunque yo soy optimista y digo que voy a vivir hasta los 90 años, 30 y pico de años más a pleno, sé que puede no ser ese el caso. Por eso siempre trabajo como si me fuera a morir mañana. Es una ven-taja que el trabajo que hago pueda hacerse hasta muy viejo. Llegado el caso en que mañana no pueda dibujar, escribiré.
¿Cómo te llevás con ese auténtico signo de los tiempos, la tecnología?
Es algo que afortunadamente uno no intenta descifrar. Pero hay una dimensión de maravilla. La televisión es un ejemplo; se le pega mucho por cómo se utiliza. Pero si lo pensás bien, la televisión es el aleph del que escribió Jorge Luis Borges: el punto desde el cual se ve todo el universo a un mismo tiempo. Siempre digo que si solamente hubiera sido una entrada para el fútbol, ya está justificado. Gracias a la TV vamos a ver a Boca jugar en Japón. Es una cosa mágica, no la puedo entender, no sé cómo puede haber una cosa así.
¿Integraste la tecnología informática a tu trabajo?
Yo tengo aún una lejanía respecto de todo este avance de la computación. Me fascina, lo acepto y creo que veo un adelanto bárbaro. Solamente escribo con la computadora y uso un cinco por ciento o menos del potencial. Y me da temor apretar otro botón, porque digo: “A ver si se me borra todo”. Pero en mi trabajo, francamente, a mí no me da mucho la computadora. Ni siquiera estoy seguro de que me ahorre tiempo. Si yo fuera un diseñador gráfico seguramente sería distinto. Con el tiempo, seguramente, tendré que utilizar más los recursos. O cuando se dibuje en la computadora, como si fuera con un lápiz, lo voy a hacer. Pero mientras yo dibuje acá y aparezca ahí, en la pantalla, no creo que lo haga. No estoy mentalmente coordinado para eso.
Si vos no tenés más remedio que envejecer, tus personajes no tienen ese dilema. Inodoro Pereyra –por ejemplo– me sigue pareciendo el mismo tipo de 35, 40 años que tenía en el inicio de la tira. ¿Cómo se reflejan tus cambios en los personajes?
Yo también calculo una edad así, de 40 años. Pero creo que los personajes cambian, hasta desde el punto de vista gráfico, como cambia uno. No es cierto que sigan igual. Es como cuando te ven después de un tiempo y te dicen: “Vos siempre estás igual”. Agarrá –habría que responder– una foto de seis años atrás y mirá la diferencia. Yo no me doy cuenta de los cambios gráficos del personaje a medida que lo voy haciendo; cuando agarro un libro, digo: “Ah, mirá cómo cambió la cosa”. Ahora, desde el punto de vista de la actividad, de la actitud, también yo experimento cambios de acuerdo con el lugar en que publico y a la frecuencia. Porque si publicás una cosa semanal es distinto a una quincenal o a una tira diaria. Si tenés más espacio, por ahí podés contar traslados del personaje de un lugar a otro. Yo me acuerdo cuando publicaba en Siete Días dos páginas por semana. Ahí el personaje viajaba de un lado para otro. Ahora es necesario, para mi gusto, que esté en un lugar y que todo ocurra ahí. Entonces, se ha hecho mucho más sedentario, está siempre ahí, en el rancho o al lado del rancho.
Es decir que se asemeja mucho a su creador, sedentario y poco propenso a los grandes cambios...
Tengo el síndrome del historietista. ¿Cómo explicarte? Vos nunca lo viste a Batman con otra pilcha. Y yo, en ese aspecto, soy un tipo rutinario, a nivel personal. No he cambiado de mujer, tengo otro auto, por supuesto. Pero tengo un Citröen del año ‘73, he vivido siempre en Rosario, en la misma casa. Entonces, por ahí vos ves dibujantes que tienen personalmente otro tipo de altibajos y eso se refleja también en el dibujo de los personajes. Hubo un caso que era bastante enfermizo. Era el caso del Príncipe Valiente. El Príncipe Valiente creo que envejecía un año por cada seis años reales, y Harry Foster tenía prevista la tira para su muerte. Eso, para mí, es demasiado.
[Publicado en Clarín, el domingo 11 de noviembre del 2000]
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