martes, 20 de enero de 2009

Clea Koff : la mujer que hace hablar a los muertos


Clea Koff es hija de padre inglés y madre de Tanzania, que- habiendo leído los trabajos del Dr Clyde Snow, fundador del Equipo de Antropología Forense de Argentina despues de la dictadura militar, decisió estudiar antropología forense ella también. La dictadura llenó al país del 1976 a 1982 de fosas comunes con cadaveres NN de gente asesinada por las fuerzas armadas, pero Snow fue citado para declarar en el jucio a los militares sobre si alguien pudo haber sido baleado en un enfrentamiento terrorista ( como decian los militares) o asesinado al huir. Por supuesto todos lo cráneos baleados revelaban lo segundo: asesinados por la espalda . Por eso, Clea decidió escribir un libro que dio la vuelta al mundo y fue publicado en muchísimos idiomas, que en su portada lleva el hermoso rostro de Clea , y el engañoso titulo de " The Bone Woman" ( " La Mujer de los Huesos". la versión argentina tiene unos huesos tipo esquema de libro de medicina en la tapa y se llama más discretamente " El lenguaje de los huesos" . Yo creo, después de leerlo , que le hubiera puesto el titulo de " Los muertos hablan" , aunque suene a Halloween , porque toda la carrera de los antropólogos forenses se basa en revelar las circunstancias de muertes cometidas como resultados de masacres , genocidios y crímenes de lesa humanidad... donde los responsables creyeron no dejar huellas y salir indemnes. pero los cadáveres cuentan historias que los antropólogos saben interpretar , y así se hace justicia, y los criminales pagan el precio de su supuesta impunidad. Clea se instaló en Ruanda y en Bosnia para estudiar las fosas comunes , y es admirable la dedicación y entereza con la que toda esta gente realiza su tarea. De hecho en Buenoa Aires,la antropóloga forense Mercedes Doretti hija de la periodista agdalena Ruiz Guiñazú recibió un premio de cientos de miles de dolares por sus descubrimientos ante una masacre de niños en Guatemala, entre otras labores, y el Equipo Antropológico Forense sigue buscando la identidad de hijos de desaparecidos con el Dr Fondebrider a la cabeza, pero que yo sepa ninguno de los dos escribió un libro de la intensidad casi inocente de Coff descubriendo hasta donde llega la crueldad humana . Solo el directo de Medios Sin Fronteras , un danés que vi hace poco en un documental de la BBC, ganador del Premio Nobel de la Paz , esta escribiendo uan historia parecida , " poniendole orden al caos" , y hace poco me entere que la periodista de cultura del diario La Nación  Susana Reinoso ideó un film llamado " 100 dias que no conomovieron al mundo" , en el que regresa Ruanda a contar la terrible historia que alli tuvo lugar ( medio millón de muertos en 3 meses ) en compañía de una jueza argentina que intervino en la Corte de la haya que condenó a los responsables del genocidio. El libro de Clea es conmovedor, terrible, fuerte, intenso, y quiero que lean en sus palabras lo que ella cuenta allí:
" Mi perspectiva de la evaluación de un esqueleto para su identificación es que, como antropólogos, debemos tener en consideración toda la información de que disponemos. Nada se obtiene de utilizar tan sólo una medida, aun cuando sea una medida fiable. Considero que somos los intérpretes del lenguaje del esqueleto. La experiencia es la clave a la hora de interpretar ese lenguaje de la manera más precisa posible, y eso sólo se consigue observando y trabajando en el mayor número de casos posibles y en compañía de un experto profesional.
Mientras acumulaba experiencia en el Laboratorio de Identifi¬cación Humana, seguía pensando que sólo la investigación de los derechos humanos a nivel internacional tendría una cualidad humanitaria. Un caso ocurrido en Arizona me quitó esa idea de la cabeza. Cuando posteriormente me invitaron a Ruanda, recordé lo realizada que me sentí tras ese caso. Habíamos llevado al laboratorio la dentadura de una persona sin identificar, junto con otros huesos, procedentes de la post mortem. Coincidían. Recuerdo que el fallecido era un joven que llevaba desaparecido más de un año.
Poco después de que Walt las comparara, estaba recogiendo mis cosas para marcharme Oficina del Forense. Algunos de los estudiantes habíamos decidido acabar de analizar el caso aquella tarde, puesto que ya poseíamos las radiografías dentales de una persona que sospechaba la policía, podía ser nuestro caso. Determinamos la edad, el sexo, la raza, la estatura y las anomalías del cadáver. Sacamos radiografías dentales post mortem y las revelamos en el laboratorio. En cuanto las películas estuvieron listas, Walt comparó las radiografías de la persona desaparecida con las nuestras cuando llegué a una alta estantería que separaba el despacho de Walt de la sala principal. Iba a darle las buenas noches, pero estaba hablando por teléfono con el investigador médico que se encargaba del caso del joven desaparecido y que tendría que comunicárselo a su familia. Walt estaba reclinado en su silla y decía: «Puedes decirle a su familia que lo tendrán en casa para el Día de Acción de Gracias». Había orgullo en su voz —una voz que generalmente era muy seria o bromeaba—, y sentí que se me henchía el corazón al pensar que yo había participado en aquello: la consecuencia de nuestro trabajo era que alguien volvía con su familia, alguien a quien a lo mejor ellos no habrían podido identificar por sí solos, alguien a quien echaban de menos. Desde entonces he leído en montones de artículos de periódico que los parientes de un difunto creen que tener el cadáver, aun cuando sólo sea un trozo, resulta clave a la hora de dar el asunto por zanjado y poder llorar la pérdida.
Tal como había imaginado antes de obtener mi licenciatura, trabajar con Walt en la Oficina del Forense era maravilloso, aunque trabajar con casos reales también tenía consecuencias inesperadas. Me volví introvertida, y prefería estar sola en casa, donde leía inocuas novelas de misterio inglesas en un intento de olvidarme de la violencia que veía cada semana: cadáveres de gente que había muerto de sobredosis mientras estaba con sus amigos (unos amigos que estaban tan drogados que no habían sabido qué hacer con el cuerpo, arrojándolo en mitad de ninguna parte), ex esposas asesinadas (a las que habían disparado y golpeado, en este orden), extranjeros que habían muerto de frío tras pagarle al coyote para que los ayudara a cruzar la frontera mejicana y a los que habían abandonado en un implacable desierto. Asesinatos, suicidios, accidentes de coche, accidentes de navegación, el índice de muertes era imparable.
Con el tiempo, acabó entrándome miedo. Vivía sola en un complejo que constaba de cientos de apartamentos y que se extendía a través de varios acres en la linde del desierto. Continuamente comprobaba las puertas del balcón para asegurarme de que estuvieran cerradas. Incluso cambié la cortina de la ducha por una transparente, pues me dije que si alguien irrumpía en el baño, al menos lo vería. Tenía un vecino al que casi nunca veía —creo que era viajante de comercio—, y a veces llegaba a convencerme de que por deba¬jo de su puerta llegaba un olor a descomposición.
Una noche, mientras cenaba y miraba la televisión, pasaron por las noticias la publicidad del número de emergencia 911, en la que se veía a una mujer pidiendo ayuda mientras la atacaban. Acababa de estar en la Oficina del Forense con Walt, examinando a esa misma mujer. Le habían pedido a Walt que determinara la secuencia del traumatismo. Recuerdo la pelusa que le comenzaba a brotar de las piernas afeitadas, sus uñas pintadas, los bordes recortados de los agujeros de bala visibles en el cuero cabelludo cuando, después de la craneotomía, le cayó sobre la cara. Pero mientras oía la publicidad del 911 en las noticias, los recuerdos no eran ordenados y discretos tal como acabo de narrarlos. Era como si oyera la voz de alguien que conocía, sólo que ese alguien sabía que estaba muerto. Me entró un pánico atroz.
En mitad de todo ello, tuvo lugar el genocidio de Ruanda entre abril y junio de 1994. Mientras contemplaba cómo los noticiarios de televisión describían aquella carnicería como un «conflicto tribalentre hutus y tutsis», sabía lo suficiente para no dejarme engañar, pero sobre todo me preguntaba: «¿Quién va a ir allí a identificar todos esos cadáveres?». Menos de dos años después, yo iba en un avión rumbo a Ruanda.
Me embarqué en esa misión llena de entusiasmo, pues por fin iba a aplicar mis habilidades forenses a investigar las violaciones de los derechos humanos que me habían motivado durante años. Por tanto, me preocupaba muy poco asustarme, como me había ocurrido en Arizona. Tampoco esperaba desmoralizarme por lo que íbamos a desenterrar; después de todo, por entonces ya era una científica bien preparada. No contaba con el hecho de que quizás estaba bien preparada para encontrarme con cadáveres, pero no para otra cosa.
En efecto, cuando la misión finalizó y volví a casa, era como si mi brújula interna se hubiera orientado hacia un norte distinto. Ahora me doy cuenta de que ello se debía, en parte, a acontecimientos traumáticos concretos ocurridos durante la misión, y en parte a tener que identificar ruandeses, pues tengo familia en tres países colindantes. Al final, sin embargo, la sensación de sentirme realizada se entrelazó con los desafíos inesperados y dolorosos del trabajo de tal manera que sólo quería hacer una cosa: trabajar en más misiones.
Al principio, simplemente necesitaba ver si el trabajo sería el mismo en otro emplazamiento del mismo país, de modo que traba¬jé en Ruanda una segunda vez en 1996. Cuando, ese mismo año, acepté la misión en Bosnia con el Tribunal de Naciones Unidas pa¬ra la antigua Yugoslavia, quise saber cómo sería él trabajo en otro país. Y casi sin darme cuenta formaba parte del núcleo del equipo forense de las Naciones Unidas que iba a investigar tumbas en Croacia y Kosovo. Se convirtió en un hábito, de manera que ir de misión pasó a ser «mi vida» más que mi vida propiamente dicha, y lo fue durante tanto tiempo que pude presenciar la evolución de la investigación forense en la escena internacional, y cómo cambiaba esa escena.
En cuanto al trabajo propiamente dicho —las fosas y los cadáveres—, bueno, me fui acostumbrando. En Ruanda había centenares de cadáveres en una sola fosa, sobre todo mujeres y niños, muertos por un traumatismo producido por un arma roma o afilada. En Bosnia podía llegar a haber doscientos por fosa, sobre todo hombres, con las manos atadas a la espalda, asesinados por heridas producidas por balas de alta velocidad. En Kosovo podía haber varias personas en cada fosa, familias enteras, muertos por balas de alta velocidad y quemados.
Cuando estuve en Kosovo ya era una veterana en casi todos los protocolos y peculiaridades de las misiones forenses del Tribunal, pero cuando estaba en la morgue y veía los cadáveres —abundaban los jóvenes y los muy viejos—, me acordaba de Ruanda casi a diario. El depósito no podía ser más distinto de la tienda de campaña inflable para autopsias que teníamos en Ruanda. El depósito de cadáveres de Bosnia era un edificio provisto de agua corriente, e incluso campana para humos. Pero los cadáveres que entraban en ese edificio podrían haber sido los mismos que en Ruanda: una mujer de mediana edad que llevaba un chupete (¿el de su hijo?), un anciano que acumulaba tres pulóveres, una mujer que tenía escondido un atado de joyas en un bolsillo interior. Había muchísima gente con impactos de bala en la espalda y en las nalgas, como aquellos a quienes en Ruanda habían cortado la parte posterior de la cabeza. En ambos lugares se nos relataba una historia de gente que huía, o que no había podido huir porque se lo habían impedido."

"Los cadáveres que recuperamos en Kosovo eran los que todavía no se había llevado la policía ni el Ejército Nacional Yugoslavo antes de nuestra llegada. Algunos mostraban señales de que los asesinos habían intentado «ocultar» las pruebas (y no es tan fácil, de verdad). Eso fue lo primero que la ciencia forense transmitió a la conciencia internacional. Pero no lo único. Con el tiempo he com¬prendido que el papel de la ciencia forense en un entorno global no es sólo proporcionar un elemento de disuasión para que no se produzcan más asesinatos, sino también contribuir, en la situación posterior al conflicto, a que exista una comunicación real y mejor entre las partes en conflicto. Para ello hay que ayudar a establecer la verdad del pasado —qué ocurrió y a quién—, lo que a su vez refuerza los lazos entre la gente de sus propias comunidades. A pesar de los «hechos» que supuestamente diferencian lugares como Ruanda y Kosovo —ya sean religiosos, étnicos o históricos—, sus muertos nos han demostrado su humanidad común, una humanidad que todos compartimos."

"Si alguien me hubiera preguntado cuál era la meta de mi carrera en mi primera misión a Ruanda, le habría dicho que aspiraba a dar voz a la gente que había sido silenciada por sus gobiernos o por los militares, gente a la que se había reprimido de la manera más definitiva posible: asesinándolos y arrojándolos en fosas clandestinas. Visto desde esta perspectiva, trabajar para los dos tribunales penales internacionales de Naciones Unidas como experta forense fue para mí un sueño hecho realidad. Fue algo que experimenté en toda su profundidad durante mi primer día de trabajo en Ruanda: estaba acuclillada en una pendiente de 45 grados, bajo un tupido dosel de hojas de plátano y paltas maduras, colocando banderitas rojas en la tierra oscura cada vez que encontraba restos humanos. Lo expresaré así: se me acabaron las banderitas. Aquella noche, al volver a mi habitación, escribí en mi diario que se había cumplido mi sueño. Y seguí escribiendo. Hubo siete misiones más, en cuatro países. He pasado de ser una chica que ponía unos ojos como platos a ser una mujer que dice: «Oigo heridas de bala» cuando lo que quiere decir es: «Oigo disparos». Éste es mi antes y mi después."

"Primera parte
Kibuye- Ruanda
Todos me causaron una buena impresión, sobre todo Ralph, que transportó en silencio mis maletas ridículamente pesadas hasta mi choza, sin preguntarme si necesitaba ayuda ni esperar a que le die¬ra las gracias. Cada choza contaba con una pared en el medio que la dividía en dos habitaciones semicirculares, cada una con su propio cuarto de baño. Aunque dicho cuarto de baño dejaba mucho que desear —la ducha no funcionaba, el retrete carecía de cisterna y casi nunca había agua corriente—, me encantaba la habitación a causa de los ventanales que daban al lago. Había una cama estrecha, una silla de playa que se reclinaba, un escritorio con otra silla -y un armario que se podía cerrar con llave.
Una vez que me hube instalado en mi cuarto, sentí la necesidad de relacionar mis primeras impresiones de la iglesia de Kibuye con lo que había leído en las declaraciones de los testigos. Pero en cuanto me puse a leerlas, cobré viva conciencia de que me hallaba al final de la calle en la que habían ocurrido aquellos sucesos dos años antes. De hecho, comencé a preguntarme qué habría ocurrido en el complejo de departamentos en 1994. ¿Se escondió allí la gente? Comencé a mirar a mi alrededor y a sentirme incómoda.
Aquella noche aprendí que no debía leer declaraciones de testigos de masacres mientras me hallara en el lugar donde ocurrieron. Tengo una viva imaginación, y me resulta muy fácil imaginarme cómo debieron ser las escenas y los ruidos de los acontecimientos, aun cuando no haya visitado el lugar. Pero tras haber trabajado en di¬versas misiones, podía suponer el aspecto de la gente en los últimos momentos de sus vidas, incluso detalles de sus ropas, pelo, dedos y llaves de la casa. El peligro es que cuando estoy trabajando en una fosa, no soy capaz de mantener fácilmente una actitud puramente antropológica y ver los restos como un rompecabezas que debo re¬solver. En lugar de eso, veo restos de gentes que experimentaron un gran miedo, pérdida y dolor antes de ser asesinados de manera vio¬lenta: me identifico con ellos en sus últimos momentos. Sin embargo ahí estoy, raspando la tierra de los pliegues de sus ropas, pegán¬oles el cuero cabelludo al cráneo con mi mano enguantada, y recogiendo en una bolsa las uñas que se han desprendido y se han quedado pegadas, desperdigadas pero en orden, a las ropas del ca¬dáver que hay junto a ellas en la fosa. Necesito distancia para leer acerca de la vida de esas personas, pues de otro modo no puedo reprimir mi tristeza, miedo, empatía y desesperación, mis ansias de justicia. Y «hacerles justicia» es mi trabajo, mi deber. Esa primera noche en los departamentos, metí las declaraciones de los testigos en un bolsillo de la maleta y no volví a echarles una mirada hasta que me fui de Ruanda."

"Cuando Kaban me preguntó en qué estaba pensando cuando me hallaba en la fosa, lo primero que me vino a la mente fue la mujer del collar rosa, sobre todo la manera en que le había dado carácter a la fosa al individualizar sus «contenidos». A continuación recordé que cada vez que tomaba el pico para romper el suelo que había en la superficie de la fosa, oía el golpe seco y sentía la vibración a través de mis botas, y a veces me preguntaba si los cadáveres podían percibirnos. De modo que respondí a la pregunta de Kaban diciendo algo así como: «Pienso: "Ya llegamos. Venimos a sacarte"». Mis compañeros de equipo, que estaban a mi lado, asintieron con la cabeza.
Al parecer, mis palabras aparecieron en el artículo de Kaban del Irish Times. Médicos por los Derechos Humanos le dijo a Bill que mi frase había sido muy comentada, y que había gente que llamaba a la sede de la organización en Boston porque quería hablar conmigo. En aquella época yo no sabía nada de eso, pero sí sabía que me tomaban el pelo inmisericordemente por mis palabras. El primero en tomárselo a broma fue Bill: «Ya llegamos. Venimos a sacarte... a cenar». Al principio yo también me reí, pero como sema¬nas después aún seguían las chanzas (Bill incluso compuso una canción que decía: «Clea, Clea, con su sonrisa reluciente, oye voces constantemente! »), me pregunté por qué mis compañeros de equipo habían asentido a mis palabras si les daban tanta risa. Yo había sido capaz de conjugar la objetividad científica y la empatía humana, pero al mostrar esta última, me habían hecho sentir como si hubiera mostrado demasiada.
Aquel día, antes de hablar con el periodista de Reuters, miré un momento dentro de la iglesia y vi que Madeleine Albright había traído una enorme corona de flores (creo que eran fresias). No sé si sabe que, cuando acabamos de trabajar allí, el bourgmestre (el alcalde) de Kibuye colocó su corona con las bolsas de los cadáveres. De todos los dignatarios no pertenecientes al país en el que hemos estado trabajando que han visitado las fosas comunes, Madeleine Albright es la única que ha traído algo para dejar constancia de la ocasión. Por mi parte, exceptuando las veces en que me ha tocado acompañar a la autoridad de visita, siempre he seguido las instrucciones de mi jefe de equipo: hacer caso omiso de los visitantes. Ahora me gustaría haberme fijado en ellos más a menudo, y haber visto las caras y oído las palabras de la gente que, sin ser forenses, de pronto se hallaban a escasos centímetros de tanta muerte. Creo que mis palabras y sentimientos debieron encontrar eco en más de una ocasión.
El día que Madeleine Albright nos visitó, los patólogos forenses y los técnicos de autopsias ya habían llegado a Kibuye, de modo que al día siguiente comenzamos a exhumar los cuerpos de las fosas, estableciendo un horario de trabajo al que el equipo se atuvo durante varias semanas. En aquellos días lo detallé en una carta a mis padres:
«Nos despertamos a las 6:30, cuando cantan los gallos que vi¬ven en las palmeras que rodean el complejo de departamentos. Nos levantamos con la esperanza de que haya agua corriente en el cuarto de baño, y si algo sale del grifo, aparte del quejido de las cañerías, nos llevamos una agradable sorpresa. A las 7:30 como muy tarde, nos sentamos a desayunar en el césped, mientras contemplamos el lago y las lejanas montañas de Zaire y la isla de Ijwi. El paisaje es siempre hermoso, en parte porque el lago es inmenso, transparente y sin urbanizar. Ephrem, el conserje, nos trae té, leche en polvo, café en alguna de sus variantes, azúcar y una o más raciones de lo siguiente (según cuántos hayan pagado la factura del hotel el día anterior, lo que le permite a Ephrem comprar más comida): tostada (pan casero), margarina, mermelada, plátanos o piña, y cuando no hay pan, crépes. Nunca sabemos lo que nos dará. Y a veces, no hay nada de comer. Sólo de beber. Procuramos acabar el desayuno a las 8, y volvemos a nuestras habitaciones a cepillarnos los dientes y recoger nuestras cosas. A las 8:20 más o menos, el que tiene las llaves de alguno de los tres Land Rovers abre el vehículo y entramos. Sólo tardamos cinco minutos en llegar a la excavación; la carretera es de tierra, con muchos baches y socavones, toda cuesta arriba. Esperando en el desvío que lleva a la iglesia, siempre hay gente del pueblo que bus¬ca trabajo, pero sólo empleamos a siete personas, que nos ayudan a cavar y a lavar la ropa. Cruzamos la cinta amarilla, que nos ba¬jan nuestros soldados de Ghana, y llegamos a la iglesia, donde estacionamos junto a las tiendas de campaña de los soldados.
»Los que trabajamos en las fosas o hacemos autopsias nos ponemos nuestro equipo protector, que hiede de tanto usarlo: mono y botas de goma. Los que vamos a las fosas también tomamos nues¬tros baldes, palas, picos, machetes (para abrirnos paso entre las ra¬mas de los árboles), desplantadores, cepillos, rodilleras, bolsas para cadáveres y bolsas de plástico (para huesos pequeños, prendas sueltas y artefactos) y nos dirigimos caminando a la otra punta de la iglesia para bajar hasta la fosa. Hay que colocar a cada uno en el lugar donde queremos que cave, saludar a los soldados e instalar la cámara de video (nos filma una cámara de video fija durante varias horas al día para recoger los progresos del trabajo de exhumación).
»Somos tres —sin incluir a Bill— los que estamos cada día en la fosa, y a cada uno le corresponde una zona propia en la que trabaja de manera independiente, con consultas de vez en cuando. A cada cadáver se le asigna un número, atendiendo sólo al cráneo, lo que nos permite determinar un número mínimo de individuos (todo el mundo tiene sólo un cráneo), pero no le asignas número a tu cadáver hasta que no has desenterrado lo suficiente como para poder exhumarlo sin que te lo impida ninguna parte enredada de otro cuerpo. Una vez que se ha desenterrado y numerado el cadáver, llamamos a Ralph para que lo fotografíe con una regla, una flecha que apunta al Norte y una etiqueta con el número. Doug maneja la Sokkia desde fuera de la fosa, mientras nosotros fijamos "puntos" en cada cuerpo, y los llamamos "hombro izquierdo" o "rodilla derecha" mientras ponemos la varilla en esa posición y Doug registra electrónicamente sus coordenadas. A continuación realizamos un esfuerzo conjunto para sacar el cadáver ya desenterrado, numerado, localizado y fotografiado. Una vez que el cuerpo es exhumado y colocado dentro de una bolsa numerada, dos de los trabajadores del pueblo, o uno de ellos y un miembro del equipo, lo llevan a la iglesia sobre una camilla.
»El resto del tiempo, los del pueblo que trabajan con nosotros acarrean y vacían baldes de tierra que sacamos de encima de los cadáveres. Casi todos ellos sólo hablan el idioma de Ruanda, el kinyarwanda, pero hay un joven llamado Robert que también habla francés e inglés, con lo que ejerce de capataz, y nos hace de intér¬prete con los que trabajan en la fosa. Dicha comunicación incluye una viva y eterna discusión acerca del "precio" que mi padre pediría para darme en matrimonio a uno o más de ellos. (Al principio pensaba que era una broma, hasta que por fin dije 500 vacas, y, una semana más tarde, me ofrecieron 250 dólares y 250 vacas. No era ningún chiste. Elevé el precio a un millón de vacas y todos exclamaron: "¿Un millon de vaches?", preguntando de inmediato cómo es que yo valía tanto. Les respondí en francés: "¿No les gustaría saberlo?".
»Trabajamos hasta mediodía, en que paramos para comer: los trabajadores se marchan andando a comer al pueblo, mientras que nosotros comemos en un lugar donde corre la brisa, en lo que antes era la zona de antropología. Necesitamos comer en un lugar donde corra la brisa, porque todos apestamos. Casi todos nos enrollamos el mono hasta la cintura, a fin de que no haya tejido en descomposición que quede cerca de la comida, aunque el hedor permanece, incluso en la ropa interior. En ese lugar estamos al nivel de las copas de los árbo¬les, por lo que vemos el lago, la población de Kibuye y la carretera que va a Kigali. También nos llegan todos los ruidos, por lejos que estén: los pescadores que cantan en sus barcas, la gente que camina por la carretera y cualquier coche o camión que pase. Para almorzar come¬mos alimentos traídos de Kigali: manteca de maní, galletas digestivas, queso como La Vache qui Rit, y manzanas. Lo complementamos con comestibles que traemos del mercado al aire libre que se instala cerca de la cárcel de Kibuye.
»Los trabajadores vuelven a la una, y seguimos trabajando en la fosa hasta las 5 si Bill está en Kigali, o hasta las 6 o las 7 si Bill está en Kibuye (Doug y Melissa instituyeron que las 5 era la hora de recoger, basándose en su experiencia con equipos que habían trabajado en largas excavaciones: la gente trabaja mejor si ha des¬ansado). Tras colocar una lona impermeabilizada encima de los cadáveres (para protegerlos de la lluvia y los perros), caminamos lentamente hasta el otro lado de la iglesia, donde cenamos y nos la¬vamos en unas preciosas duchas italianas prefabricadas, con una bendita agua caliente que ha traído en camión nuestro jefe de logística, un inglés, Geoff Bucknall.
»Cuando por fin volvemos a nuestras habitaciones, la gente generalmente descansa un rato en su cuarto y luego va a la galería a pedir la cena. La comida siempre tarda más de una hora en llegar. Creo que sólo hay un cocinero. Andrew Thomson, el coordinador (le nuestro proyecto, neocelandés, bromea diciendo que el comple jo de departamentos tenía cuatro platos para elegir, dos de los cuales siempre estaban agotados. Pero la cosa no está tan mal: tenemos kebab de carne de cabra, espagueti y filet de boeuf. De hecho, la carta se extiende a lo largo de dos páginas, aunque la mayoría ya no existen. Si tienes suerte, te sirven tilapia, un pescado que abunda en el lago. Si quieres comer ligero, puedes pedir queso fundido sobre una tostada. Todos los platos van acompañados de arroz o papas fritas, excepto el queso fundido sobre tostada: Ephrem no cree que con eso vayan bien las papas fritas, de modo que cuando pido ambas cosas, nunca me trae las frittes. Invariablemente, siem¬pre hay algún problema con el pedido, pero al final te zampas lo que te han puesto en el plato porque te mueres de ganas de comer lo que sea. Para beber tenemos Fanta (naranja o limón), Coca-Cola o cerveza. No hay postre, aunque figure en el menú; por ejemplo, "Gâteau". Le dices a Ephrem: "S'il vous plait, je voudrais gâteau" ("Quiero pastel, por favor"). Lo señalas en el menú, para que quede claro. Inmediatamente, la respuesta: Ephrem pone una expresión de pesar, inclina la cabeza a un lado, señala lo mismo que tú has señalado, repite: "Aaahhh... le gâteau...", y a continuación mueve la mano adelante y atrás y aspira sonoramente por la boca, y al exhalar dice: "Kigali" Lo que significa: "Hay pastel en Kigali, pero no en Kibuye. Tenemos pastel si alguien lo trae de Kigali. Sin embargo, en los dos últimos años nadie ha ido a Kigali"
»Entre el equipo corre el rumor de que vamos a recibir unas raciones militares sobrantes (y por tanto gratuitas) para complementar nuestra dieta, pero hasta entonces compartimos lo que tenemos en nuestros "grupos de comida", o con cualquiera que tenga algo que intercambiar, como queso o chocolate. Cuando éramos un grupo de ocho solíamos comer todos juntos en una mesa, pero ahora nos dividimos en grupos, a no ser que Bill quiera hablar de trabajo y nos veamos obligados a sentarnos juntos. Después de la cena, algunos se quedan a charlar en la galería, y otros se retiran a su cuarto a leer o a trabajar en su computadora. Esto es muy, muy hermoso, con sus aguas claras y calmas, el cielo despejado —de noche se ven casi tantas estrellas como en Dar es Salaam—, el agua lamiendo la orilla y el esporádico balido de algún cabritillo. A la mañana siguiente te despiertas para la misma rutina. Lo único que parece cambiar es el estado de los cadáveres en las fosas».

"Mientras desenterrábamos las capas más profundas de la fosa, el estado de los cuerpos pasó de esqueleto a momificado, y luego a pura y simple descomposición. El hecho de que mientras trabajábamos les diera directamente la luz del sol aceleraba la descomposición, formándose un hedor y una sensación de quietud. Cuando los números que asignábamos a los cadáveres superaron las centenas, apenas había tierra entre ellos, de tan apretujados que estaban. El que hubiera menos tierra que remover aceleró la exhumación, lo que era importante, pues no teníamos ni idea de cuántos cadáveres ha¬bía debajo: ¿sería ese millar que habíamos estimado basándonos en los informes de los testigos? El hecho de que los cadáveres ya no fueran esqueletos también aceleraba la exhumación, pues se podían sacar casi enteros, y ya no teníamos que ir recogiendo los más de doscientos huesos por separado. Sin embargo, nos demoraba el que los cadáveres estuvieran tan entrelazados entre sí. Algunos daban la impresión de haber sido empujados por un bulldozer o algún otro vehículo a fin de dejar más espacio en la fosa, lo que había retorcido los cuerpos y desdibujado las capas. Otro problema era que los cadáveres, en determinada fase de descomposición (conocida técnicamente con el nombre de saponificación), tienen la piel más tierna. Si no ibas con cuidado y la pinchabas, salía una espuma no muy distinta del requesón, y también tenías que limpiarla.
Pronto a Bill comenzó a preocuparle que no trabajáramos lo bastante deprisa. Un día hizo más calor del habitual, a las 10 yo ya estaba achicharrada, y la pausa no era hasta las 11:30. La fosa nor¬malmente emitía dos olores de descomposición: intenso y penetran¬te, o denso y «peludo», y no dejaban de llegarme vaharadas de este último olor, que me resultaba más difícil soportar. Interrumpí el trabajo temprano para almorzar, consciente de que el resfrío que había agarrado me estaba afectando, pero orgullosa de haber exhumado diecinueve cadáveres en esas horas a pesar de trabajar en condiciones tan difíciles. Al final del día había exhumado un total de treinta y dos. Lo que eran dos cuerpos más del objetivo que Bill había fijado por la mañana. Por entonces, alcanzar los objetivos diarios parecía importante: nos permitía tener la sensación de que estábamos avanzando en una labor ingente que presentaba desafíos impredecibles a cada capa de la fosa. Sin embargo, debido al impresionante número de cadáveres, a la hora de comer Bill había ele¬vado la cuota a cuarenta, y acabamos haciendo ocho de menos. Cuando de pronto movieron los postes que indicaban hasta dónde debíamos llegar, nos sentimos frustrados. Nos cansamos de correr, y pensamos: «Ya que hay que ir hasta ahí, igual da que vayamos andando».
Aquella tarde, la manera de llevar a cabo el proceso de exhu¬mación me dejó frustrada: esa sensación de actividad febril que Bill creaba cada vez que empuñaba un pico o tiraba de las piernas de un cadáver sepultado por otro; la inutilidad de apilar las bolsas con los cadáveres en grupos de tres entre los bancos de la iglesia (me daba cuenta de que nos estábamos quedando sin sitio, y, además, amontonarlos allí me parecía espantoso, pues era como devolver¬los al lugar donde habían sido asesinados); la incomodidad de te¬ner que llevar guantes y monos varias tallas más grandes todo el día, y encima el insulto de nuestro patólogo jefe, protestando por¬que trabajábamos en la fosa utilizando un mono («¡Son para los patólogos!», chilló, como si nosotros no manipuláramos los cadáve¬res en el mismo estado de descomposición que ellos); los repetidos sueños que me asaltaban, en los que se me aparecían piernas sin cuerpo en la cama o desplantadores que arañaban la carne saponificada; la manera en que la tensión de Bill se contagió a Melissa y a Doug, que empezaron a tratar a los trabajadores del pueblo de manera totalitaria (chillándoles casi siempre); el hecho de que mi cuerpo se sintiera confuso y me hubiera obsequiado con una segunda menstruación en un mes; y, por fin, estaba cansada de aquel hedor a muerte que lo invadía todo.
Unos días más tarde, las cosas no habían mejorado. Escribí en mi diario:
«Jueves (aunque quién lo diría), 25 de enero de 1996. »Complejo de departamentos Kibuye, 9:17 p.m.
»Bueno, menudo día. Ayer por la mañana éramos totalmente civilizados, despejábamos y limpiábamos mientras Bill se dedicaba a lo suyo, pero por la tarde la situación se deterioró cuando Bill decidió "ayudar" a los demás a exhumar los cadáveres que había¬mos desenterrado unas horas antes. Nos pasamos la tarde corrien¬do alrededor de Bill. Bueno, David no, pues él está en la otra punta, donde los cadáveres se amontonaban contra una pared, sino Melissa y yo. Bill, básicamente, entró en un frenesí, arrancando partes, tirando de lo que fuera y haciéndome meter la mano entre las ropas para encontrar huesos al tacto, etcétera. Llama a esto el “alumbramiento" del cadáver. Yo iba corriendo tras él, haciendo la cartografía (pero no lo bastante rápido para él, aunque no me pienso saltar nada), excavando, llenando baldes (ndobo: mi voca¬bulario técnico en kinyarwanda), mientras Melissa corría de un la-(lo a otro asignando números y colocando etiquetas en las bolsas de plástico. Ha sido absurdo. Gracias a Dios que por la mañana liemos seguido un método... y lo hemos preparado todo. Los pri¬meros dos cadáveres estaban casi completamente desenterrados y a "punto de caramelo", como dice Melissa. Pero después, en lugar de seguir con el método, Bill ha querido encajar todas las actividades a la rapidez de sus pensamientos. Bam, bam, bam. Casi me daba vergüenza imaginar qué pensarían los trabajadores. Ya nos llaman wazungu, la palabra swahili que significa «extranjeros» u "hombres blancos". Casi todo el tiempo, Bill parece un demente profesor de alguna película clase B de los años cincuenta, sólo que esta vez yo le estaba ayudando. Exhumó a un niño y literalmente le descoyuntó la mandíbula para ver la edad de su dentadura y ponerlo en la ficha de la fosa. Me recordó la primera vez que vi a Walt serrar un maxilar en la Oficina del Forense en Arizona; es algo realmente estremecedor. Me refiero a que es horrible que tenga¬mos que hacer cosas como extraer pubis para determinar el sexo, o serrar trozos de fémur para obtener muestras de ADN, pero el objetivo es restablecer la identidad personal, y ése es el precio. Mi cabeza me dice que Bill no arranca las mandíbulas por la fuerza porque quiera parecer un poseso, sino que es que los huesos están pegados con los últimos vestigios de músculo temporal momificado, y hace falta un buen tirón para echarle un vistazo a la dentadura y determinar así la edad. ¿Acaso nuestro proceso es más horrible que la manera en que los mataron? Después de todo, ni siquiera habríamos venido aquí si esa gente no hubiera sido atacada por agresores armados con machetes mientras le rezaban a algún dios para que los protegiera».
El 29 de enero, habíamos bautizado la fosa con el nombre de «la guardería», debido a la cantidad de niños que había. Ahora el responsable de los trabajos era Stefan, e hizo cavar una zanja de drenaje alrededor de toda la zona para eliminar el agua de lluvia y para tener un lugar donde arrojar la tierra: las paredes de la fosa eran ahora tan profundas que no podíamos sacarla nosotros solos. Comenzó una nueva era, pues Stefan instituyó varios descansos du¬rante el día. Sí, descansos. Salía, se metía en la zanja de drenaje, se apoyaba contra la sucia pared, repartía cigarrillos entre los traba¬jadores y se encendía uno para él.
En un primer momento, seguí trabajando, y Stefan me dijo:
—Clea, tienes que tomarte un descanso. Intenta despejar la cabeza unos minutos.
Yo le dije:
—Eso es fácil para ti. Tienes algo que hacer: fumar un cigarrillo. Es difícil quedarse aquí de pie mirando la fosa y sabiendo que queda mucho por hacer.
—A lo mejor deberías empezar a fumar —dijo con una sonrisa.
Estaba bromeando, pero tenía su parte de razón. Es importante trabajar a un ritmo controlado, sobre todo cuando tu labor es dura y sudas mucho, en un lugar donde hiede tanto que te lloran los ojos. A tanta profundidad, los cadáveres tenían los intestinos más o menos intactos, y éstos emitían unos vapores que olían fuertemente a amoníaco al hurgarlos o desenterrarlos.
Esos vapores no eran más que uno de los olores que impregna¬ban nuestras ropas, aun cuando lleváramos monos de protección. Normalmente yo sólo tenía un par de sostenes, el que llevaba y una muda, y quizá otro más para hacer ejercicio. Me llevé tres a Ruan¬da, y no me bastaron. Uno lo usaba para llevar al trabajo: mi «sostén de la fosa», que debía llevar en una bolsa de plástico porque apestaba incluso después de empaparlo en Woolite. Tenía otro que llevaba después del trabajo, los primeros días, cuando no había ma¬era de ducharse decentemente. Y tenía otro que era sagrado, que utilizaba sólo después de una ducha caliente, y tras un restregado completo, perfumado y exfoliante. Este racionamiento de sostenes era tan rígido que rápidamente anoté en mi agenda mental no ir a otras misiones sin abundancia de ellos. Posteriormente, no sólo me llevaría varios sostenes de trabajo y «de ocio», sino sostenes para mis días libres, sostenes para ir a la civilización el fin de semana, sostenes para relajarme sola en mi habitación (cuando no necesitaba tanto sostén), etcétera.
Por lo que se refiere a la menstruación, tras tener dos en un mes aprendí que la clave era hacer todo el trabajo físico que fuera posible mientras estabas en las fosas —blandir un pico, dar paletadas (le tierra, empujar la carretilla—, cualquier cosa que eliminara la mayor cantidad de grasa de mi cuerpo e hiciera que la menstruación fuera lo más ligera posible. Con ello los calambres eran más llevaderos, y te fastidiaba menos saber que no había manera de encontrar un cuarto de baño decente hasta el final del día. Esta necesidad de hacer trabajo físico se convirtió en un problema cuando trabajé en equipos en los que los hombres eran tipo macho, y les caía mal ver que una mujer trabajaba con pico y pala. Algunos abandonaban su parte de la fosa y venían a picar a mi zona, a pesar de mis objeciones. Poco sabían que yo pretendía endurecer mi cuerpo por una razón concreta. De cualquier manera, siempre protejo mi zona con mucho celo: mi zona es mi zona, y quiero ser yo quien se encargue de ella, ya sea al principio, picando para elimi¬nar la capa superior del suelo, o al final, cuando utilizo un palillo de comida china para apartar la tierra que hay entre las falanges de los dedos de una persona enterrada.
Me resulta extraordinariamente satisfactorio sacar los cadáveres de una tumba durante una exhumación forense. Se trata de personas que alguien intentó eliminar de la historia oficial, los cadáveres que los asesinos intentaron esconder. Valoro especialmente poder ayudar a transportar las camillas con los cadáveres. Es como si hubiera seguido todo el proceso, desde el descubrimiento inicial a la liberación. Como soy una antropóloga con experiencia en el laboratorio, me resulta muy gratificante analizar los res¬tos en busca de información biológica, que es lo que mejor identifica una fosa común: ¿cuántos hombres, mujeres y niños?; ¿qué edades tenían?; ¿fueron ejecutados o murieron en comba¬te? Estas estadísticas son importantes a la hora de definir un «crimen contra la humanidad», por ejemplo. Pero en misiones posteriores para Naciones Unidas, a menudo solicité poder comenzar al menos en el emplazamiento de las fosas, sacando gente. El lugar ofrece un contexto para los cadáveres, y ese contexto nos permite comprender mejor los detalles que nos revela el examen que se realiza en el depósito.

"Pocos días después volaba de regreso a California. Había pasado dos días en Kigali introduciendo en la base de datos los informes de las 112 autopsias que habían practicado los patólogos. Su jerga me inundaba la cabeza, como esa frase que Nizam utilizaba a menudo: «Masa pútrida y hedionda de vísceras residuales inidentificables». Al leer todos esos informes me puse a pensar por qué tan pocos cadáveres de los encontrados en Kibuye presentaban heridas defensivas. Habíamos imaginado que habría más traumatismos de radio, cúbito y manos. Entonces comprendí que, en su mayoría, aquellas personas no se habían defendido. De hecho, no es que no se hubieran defendido, ni siquiera habían levantado los brazos para protegerse la cabeza.
De los setenta casos que había entrado en la base de datos, la mayor parte eran mujeres y niños que habían sido golpeados con un objeto romo, mientras que los demás se dividían entre los que mostraban traumatismo por objeto afilado y traumatismo por objeto indeterminado. Había la excepción de una persona, que había muerto por herida de «metralla». Aparte de estos hechos, se había utilizado la misma fuerza para golpear a niños o a adultos... aunque no sé si tiene sentido esperar lo contrario. Me refiero a que a algunos niños todavía no se les habían juntado las fontanelas, y las tablas interior y exterior del cráneo habían sido cortadas limpia¬mente, igual que en los adultos.
Ahora me encontraba en el avión, a sólo tres días de Kibuye y de esos cadáveres, engullendo la comida de a bordo. Miré a mi alrededor y vi a Dean y Stefan, sentados unas cuantas filas detrás de mí (Bill iba en primera clase), pensando en las relaciones que habíamos mantenido durante la misión. Al subir a ese vuelo de Sabe na habíamos regresado al mundo, pero compartíamos la experien¬cia de haber exhumado los quinientos cadáveres de una sola fosa. Más de la mitad eran niños; dos tercios, mujeres y niños. Todos habían sido asesinados. Habíamos pasado de recuperar esqueletos de superficie, cuyos huesos blanqueados por el sol y costillas desperdigadas estaban medio sepultados en la tierra y en el sotobosque —como si eso fuera lo más natural—, a aceptar lo que nos ofrecía la fosa: primero, cadáveres en forma de esqueleto y momificados, con trozos de pelo adheridos al cráneo y las ropas descoloridas a causa de la tierra pegada; y, debajo de esas capas superiores, se hallaban los cadáveres bien conservados, casi sin tierra entre ellos, brazo con brazo, pestañas y barba de pocos días, bebés atados a la espalda de sus madres, aún visibles los colores de la tela que utilizaban para llevarlos. No habíamos dejado que eso nos afectara mientras trabajábamos en la fosa, pero ahora, en aquella cabina presurizada y luminosa, me dolía pensar en los detalles de aquellos cuerpos, en la pérdida que representaban, el carácter triste, rotundo e irrevocable de la muerte.
Cuando, en mi siguiente vuelo, sobrevolaba ya los Estados Unidos, había recuperado un poco el equilibrio, y aún sonreía al recordar las últimas palabras de Bill al separarnos unas horas antes, en Bruselas: «Son buenos trabajadores. Cómprense ropas de abrigo. No van a cambiar de número de teléfono, ¿verdad?». En cuanto me hube acomodado en mi asiento, levanté los ojos hacia la película que aparecía en la pantalla, varias filas delante de mí. Se trataba de Get Shorty (Cómo conquistar Hollywood), y yo no sabía de qué trataba. Vi a un hombre apoyado contra una barandilla, de noche. Otro hombre está delante de él. El segundo dispara al primero, que cae hacia atrás por encima de la barandilla. Aun cuando no había sonido ni contexto, salté de mi asiento. De inmediato me sentí indignada. No dejaba de pensar: «Esto no está bien... ¡No deberían haberlo permitido!». Miré a mi alrededor, a los demás pasajeros, pensando que sin duda compartirían mi indignación, pero todos estaban absortos leyendo sus revistas de papel satinado, y al ofrecerles un café pedían mitad crema y mitad leche en lugar de «sólo leche». Aquellas personas inocentes me ofendían, y no sabía exactamente por qué. Entonces me eché a llorar. No porque la escena de la película me hubiera sobresaltado, sino porque mi reacción ante ella había sido involuntaria. No me gustaba tener la sensación de que no podía controlar mi cuerpo. Pero mi cólera ante la escena de la película y mi frustración ante el complaciente aislamiento de la gente eran sólo efectos secundarios de la misión. Hasta mucho más tarde no me di cuenta de cuánto me había cambiado. Temiendo alterarme aún más reprimí las lágrimas y me recliné en mi asiento, evitando la película y sintiéndome totalmente fuera."

"Después de mi primera misión en Ruanda participé en seis más, y cada vez que volvía a casa experimentaba el síndrome de la «reintegración». Comienza en el avión, o mientras estoy esperando el vuelo que me ha de llevar a casa. Invariablemente me siento una extranjera, aun cuando esté rodeada de personal militar que vuel¬ve de permiso del mismo lugar en el que yo he estado trabajando. Llegamos a la primera escala. Siempre me sorprende lo moderno que parece el aeropuerto, lo limpio y automatizado que está todo, pues me encuentro en un país en el que no hay guerra ni conflicto. Destacan las tiendas del duty-free: los calcetines de golf y las estilográficas enchapadas en oro se ven absurdos e irrelevantes, teniendo en cuenta que el día anterior me enfrentaba a una multitud de personas, por lo demás muy digna, que aceptaba con presteza las raciones del ejército que les entregábamos. Además, los aeropuertos son lugares por donde pasa gente de todo el mundo, mientras que los países en los que he trabajado poseen una población relativamente homogénea, a pesar de que los trabajadores extranjeros que vamos allí en misión humanitaria seamos de muchas etnias.
Luego, cuando llego a casa, siempre me sorprende que las farolas funcionen, que las carreteras no muestren huellas de tanques, y que la gente conduzca sin preocuparse por las minas que pueda haber en los bordes. Valoro todas esas cosas y me siento segura, aunque me pase una semana despertándome por la noche y preguntándome dónde me encuentro. Tardo unos días en deshacer las maletas, durante los cuales sigo llevando las «ropas de la misión». Es difícil sacársela de la cabeza. Esa lenta transición se combina con el choque cultural, originado por haber adoptado las rutinas y costumbres de la vida de una región que ha padecido un conflicto. También está el «bajón» que provoca haber acabado la misión, el recordar la sensación de tener una fecha límite para una tarea que parece imposible, el andar siempre con cautela a la hora de moverte y de decir quién eres y por qué estás ahí, y, por encima de todo, la sensación de estar haciendo «algo bueno». Pero creo que hay más: cuando me despierto por la noche, me quedo echada, rígida y quieta, pensando en lo que sucedería si yo me hallara en Ruanda y comenzara el genocidio, o en Bosnia en el momento en que empezó a salpicar toda la mierda. Imagino que mis vecinos vienen a despertarme a todo correr para advertirme de que unas personas se dirigen a nuestra calle empuñando armas, y que tenemos que escondernos. Podría ocurrir, «in¬cluso» en los Estados Unidos, y mis ventanas no podrían contener al agresor, como no pudieron las de Kibuye y Brcko. ¿Dónde me escondería? ¿Qué pasaría con mi gato? ¿Sería capaz de luchar? ¿Y si estuviera con mi madre? ¿Podría llevármela si tuviéramos que huir con rapidez? La primera vez que estas preguntas surgieron en mi cabeza intenté acallarlas, pero no hubo manera. El esfuerzo por intentar responderlas hizo que me costara respirar, de modo que me quedé allí echada, atrapada en la oscuridad y en esas preguntas, hasta que el alba y el agotamiento me durmieron. Había empezado mi vida Después."

"Ntarama es un monumento, pero también una prueba. Es una prueba de los relatos del genocidio, que tan a menudo tienen el telón de fondo de una iglesia. Es una prueba de que los asesinos ni se molestaron en esconder las pruebas (¿pereza, arrogancia?), de la naturaleza sistemática de sus crímenes (reunían en lugares concre¬tos a gente procedente de distintas zonas rurales), y las muescas de los huesos blanqueados que hay sobre las plataformas demuestran que incluso aquellos que escaparon de la iglesia fueron asesinados en el exterior, y que dejaron los cadáveres allí donde cayeron.
Ntarama no es el único monumento de Ruanda que incorpora la exhibición de restos humanos. En ciertos calveros pueden encontrarse otros, con huesos recogidos en una amplia zona y depositados en grandes plataformas al aire libre. Un antropólogo forense denominaría a esta mezcla de huesos procedentes de muchas personas «mezcolanza», un fenómeno que los investigadores forenses deben evitar, pues complica la identificación de los individuos. ¿Significa eso que Ruanda pone menos énfasis en la identificación y devolución de los restos y que eso se debe a la escasez de sobrevivientes? ¿Acaso no queda gente suficiente para exigir que se identifiquen esos cadáveres, como ha ocurrido en Bosnia y en Argentina? ¿O es que, a pesar de la mayoritaria conversión al catolicismo que tuvo lugar en el siglo XX, y su costumbre de enterrar a los difuntos, Ruanda utiliza ahora una variación de una de sus antiguas prácticas funerarias, consistente en dejar los cadáveres al aire libre, en colinas desiertas, pantanos y cuevas?
Contemplé lo ocurrido en Ntarama desde otra perspectiva después de ver un documental en el que los hijos mayores de un hombre asesinado en Ntarama se encontraban con alguien que creía conocer el paradero de los huesos del padre. Los llevaba a través de una zona de malas hierbas hasta un claro que quedaba más allá de la iglesia, pero no encontraban huesos. Entonces los niños se ponían a llorar allí, confiando en que su padre hubiera muerto en ese lugar, y creyendo que, simplemente, no quedaba rastro de él. En su dolor había un vacío de desesperanza. Esos niños debieron de pasar junto a la plataforma cubierta de huesos, pero seguían buscando el claro. Su actitud me indica que aunque la iglesia de Ntarama es de utilidad para encontrar algunas pruebas, quizá no sean las que necesitan los parientes de las personas desaparecidas, algo sólido a lo que aferrarse, ya sean personas desaparecidas en una guerra, en una catástrofe o en un desconcertante secuestro en el parque de su barrio."

"Una mañana, estaba acabando el análisis de un esqueleto que había comenzado el día anterior. Había deducido de manera preliminar, basándome en la dentadura, que la edad de ese esqueleto era de entre diez y catorce años, y estaba comenzando el análisis pose craneal (debajo de la cabeza) cuando Dean se acercó. Dijo que le parecía que el esqueleto tenía entre ocho y catorce años debido a que varios elementos poscraneales aún estaban abiertos. Ahora, permítanme que les hable de los factores que determinan la edad y por qué valía la pena discutir esa diferencia de dos años. Los niños poseen más indicadores de edad que los adultos, pues, además de los poscraneales, están los dientes, que se forman y salen a una edad generalmente predecible, exceptuando los terceros molares o «mue¬las del juicio». La formación de las coronas y las raíces nos indica un intervalo de edades, que completaremos con el estado de fusión de los huesos largos, la pelvis, las manos, los pies e incluso los de¬ dos de las manos y de los pies. De este modo, mientras que los antropólogos forenses a menudo nos dan la edad de un adulto de más de treinta y cinco años con un margen de error de entre cinco y diez años, en el caso de los niños se puede obtener un margen de error menor, pues hay muchos más indicadores. Se puede encontrar uno que indique que ese niño no tiene menos de cinco años, por ejemplo, y otros tres que nos digan que tiene menos de ocho. Por tanto, podemos afirmar que en el momento de la muerte tenía entre cinco y ocho años. De manera parecida, en el caso de un adulto joven, puedes encontrarte con que la epífisis esternal de la clavícula aún no se ha soldado, con lo que tendrá, en un cálculo aproximado, menos de veinticinco años, pero si su fémur distal todavía se está soldando, tendrá más de catorce y menos de diecinueve. En ese momento ya puedes hacer una estimación de la edad más afinada que si simplemente dijéramos que tenía entre catorce y veinticinco, y calcularla entre dieciséis y veinte años, por ejemplo. A continuación te fijas en los demás huesos para afinar o ajustar aún más la edad. El objetivo es aumentar las posibilidades de encontrar a una persona desaparecida, y el antropólogo forense debe tener en cuenta la variación que ha observado en casos en los que la edad real del difunto era conocida tras una identificación positiva.
Estaba de acuerdo con la determinación del máximo de edad que Dean había fijado para el esqueleto de Kigali, pues los elemen¬tos púbicos aún no se habían soldado. Pero a la hora de determinar el mínimo, en el arco dental aparecían unos segundos molares totalmente desarrollados (así como caninos y premolares), lo que me indicaba que la edad era como mínimo de diez años, ya fuera hombre o mujer. Me parecía que podíamos prescindir del supuesto de ocho años de mínimo. A Dean le preocupaba que le concediera demasiada importancia a la edad. Le contesté que ahora sólo tenía en cuenta el elemento poscraneal, y, puesto que los dedos y las falanges de los pies estaban soldados, creía que podíamos considerarlo mayor de ocho años.
Entonces Dean me dijo que en Kibuye se había «decidido» que si aparecían discrepancias entre los dientes y los huesos, los esqueletos serían más jóvenes que lo que indicaban sus dientes. Yo no recordaba que hubiéramos tomado esa «decisión», y, en todo caso, habría sido imposible. En Kibuye no habíamos obtenido ninguna identificación positiva de ningún menor, por lo que no podíamos saber quién tenía huesos jóvenes y dientes viejos y viceversa, si es que había alguno. Así se lo manifesté a Dean, quien replicó que él había observado la boca de los niños que pululaban por el complejo de departamentos de Kibuye y había visto que su dentadura era más vieja que lo que correspondía a su edad. «¿Cuántas bocas observaste?», le pregunté. Dean me replicó: «Bueno, sólo dos, pero...». «Dos» no constituía una muestra representativa, y Dean, como estudiante de doctorado que hacía una investigación sobre DNA prehistórico, lo sabía. Le señalé que, aunque a lo mejor había visto dientes de niños vivos, no había podido ver sus huesos, por lo que sólo había investigado la mitad del problema. Dean me replicó que era cierto, pero enseguida añadió: «Bueno, no quiero entrometerme en tu caso, sólo te lo digo». A lo que le repliqué: «¡Dean! ¡No es "mi" caso! Aquí todos trabajamos juntos», pero ya se alejaba.
Yo estaba un poco molesta por esa discusión, pues no me ha¬bían enseñado a otorgar intervalos de edad de manera irracional; de hecho, cuando Stefan Schmitt hubo creado nuestras bases de da¬tos antropológicos en Kibuye, dijo: «Me gusta cómo trabajas en el laboratorio, Clea», pues le parecía que mis intervalos eran lo bastante amplios como para cubrir las variaciones que se dan entre la población. Además, yo había estudiado en el Laboratorio de Identificación Humana de la Universidad de Arizona, donde Walt Kirbey había creado una tradición en la que era fundamental la colaboración. Con Walt, aun cuando un estudiante redactara un informe del caso, éste siempre recababa la opinión de las demás personas del laboratorio. Si surgía alguna discrepancia, discutíamos cualquier punto (siempre con gran animación) y siempre alcanzábamos un consenso (aun cuando eso implicara ampliar el intervalo de edad), quizá porque teníamos a la misma persona al frente de nuestra pre¬paración. Esos casos a menudo se identificaban comparando los informes dentales antemortem y post mortero, por lo que contábamos con la oportunidad de comprobar la exactitud de nuestras estima¬ciones y aprender si podíamos afinarlas. Que era exactamente lo que no pudimos hacer en Kibuye. Cierto que conseguimos calcular los intervalos de edad necesarios para que el Tribunal de Ruanda pudra determinar si los cadáveres de la fosa correspondían a ni ños (además de adultos no combatientes), pero todavía no habíamos podido obtener una identificación positiva de los cuerpos que nos permitiera establecer si los dientes de los niños eran indicadores fiables de su edad."

"En la Ruanda posterior al genocidio ocurrió un fenómeno singular del que constan documentos: los jóvenes huérfanos, que rebasaban la cifra de 100.000, fueron «adoptados» por familias, que luego utilizaron a los niños como criados. Para protegerlos de esa trampa, las dos mujeres que dirigían ese orfanato criaban a los ni¬ños hasta que cumplían los dieciocho y podían ganarse la vida. Cantando en bodas y otras celebraciones, los niños ganaban un poco de dinero que contribuía a que el orfanato sobreviviera. Eran una especie de familia Trapp ruandesa, sólo que tenían dos «madres» (los niños las llamaban a ambas «Maman»).
Los niños se pasaron la tarde enseñándonos juegos con palmadas, y luego llevamos en coche a una de las madres al hospital de Kigali, a visitar a una de las niñas que tenía a su cargo. El hospital no olía a antiséptico, sino a naranjas y a estofado de ternera. La niña tenía una tos terrible, pero se alegró de tener visitas y nos son¬ió con timidez.
Cuando me enteré de que todos esos niños se habían quedado huérfanos a raíz del genocidio —un genocidio cuyas víctimas yo había «conocido»—, pensé que me entristecería, pero mientras nos alejábamos de la alta tapia de su patio comencé a echar de menos a los niños y su energía. Eran huérfanos, sí, y los mayores eran ca¬llados y serios, pero todos tenían dos madres, madres que los protegían y los preparaban para el mundo exterior.
Cuando a la noche siguiente me fui de Kigali, me sentí más ale¬re que después de la primera misión. Todo mi ser rebosaba de la Ruanda que Humbert debía de conocer: la Ruanda viva, la Ruanda que sigue adelante, la Ruanda que cuida-a-otros-que-te-necesitan, el futuro de Ruanda. No quería marcharme. Algo que contrastaba vivamente con la sensación que tuve al acabar la misión de Kibuye: entonces experimenté un enorme alivio, hasta que esa sensación quedó ensombrecida por un sentimiento de culpa. Si no hu biera vuelto a Ruanda con esa segunda misión, no me habría dado cuenta de que mi culpa estaba fuera de lugar. No habría visto có¬mo la gente sobrevive en un lugar en el que ha habido un genocidio, ni que muchos no cambiarían su incierto futuro por mi billete de avión ni por mi propio incierto futuro. Fue como si hubiera estado mirando una imagen donde sólo lo que estaba en primer pla¬no quedaba enfocado, y que a continuación alguien que supiera cómo debía ser en realidad esa imagen me hubiera enfocado también lo que estaba al fondo, con lo que la foto quedaba más equilibrada. Había visto una imagen atractiva y perdurable de cómo vivía la gente de Ruanda, y no sólo de cómo moría."


"Todavía recuerdo claramente lo que sentí en la excavación de Cerska , Bosnia , aquel primer día, 7 de julio de 1996. El primer día de un equipo forense, en un emplazamiento tan agradablemente aislado como ése, posee algo especial. A menudo es un lugar en el que no desentonaría hacer un picnic, pues posee sol y sombra, un riachuelo, y es lo bastante tranquilo como para que pueda oírse el susurro de las hojas altas de los árboles cuando sopla la brisa. Cerska también se halla en una curva de la carretera, lo que te permite oír acercarse un coche antes de que los ocupantes puedan verte, tanto si estás abajo, en el arroyo, o arriba en la colina. Por las mismas razones de soledad estratégica, también es un buen lugar donde asesinar a gente sin testigos. El meter los cadáveres en una fosa tampoco supone un grave problema. Si las víctimas se alinean al borde de la cuesta que baja hasta el arroyo, los cuerpos caerán rodando por la pendiente, bajo el nivel de la carretera, y podrán cubrirse de tierra. En cuanto la vegetación haya vuelto a crecer, parecerá de nuevo un lugar donde ir de picnic.
Ese aspecto inofensivo se pone en entredicho cuando, meses después, aparece un vehículo y se detiene en el lugar. Se apea un equipo forense y saca su material de trabajo, y el valle, hasta entonces silencioso, se llena de los sonidos de las palas al amontonarse contra el tronco de un árbol, de las cabezas de un pico al sujetarse al mango, y del gorjeo de un detector de metales al pasar sobre la carretera, una carretera donde también encontramos casquillos de bala de las armas que meses antes se utilizaron para asesinar. El susurro de las hojas queda ahora ahogado por el incesante zumbido del motor de la excavadora.
A los pocos días, los equipos forenses con los que he trabajado consiguen transformar esa zona de picnic en una zona de exhumación, resaltando los detalles que la convierten en la escena de un crimen: las marcas de bala en los árboles con cuerda amarilla, los restos de superficie con banderitas rojas, las zanjas de exploración con cinta fluorescente, y las orientaciones cardinales con flechas de plástico que apunten al Norte. De modo que es tan sólo el primer día que ese lugar se ve normal y corriente, aunque algunos detalles llamen la atención: siete zapatos desparejados desperdigados por un lugar en el que no se ve otro rastro humano, casi el indicio de una fosa, aunque todavía parezca, más que otra cosa, una zona de picnic. Pero después del primer día, casi todo lo que revela el lugar son pruebas, y lo que llama la atención es lo que aún sigue siendo naturaleza: al inclinarte sobre tres esqueletos, una mariposa pasa por delante de tu cara en su errático vuelo.
Así era Cerska. Fue el equipo de zapadores el primero en romper el hechizo, al decir: «Bueno, adiós», antes de dirigirse a la ladera de la colina con sus pastores alemanes."


"Me interesó esa parte dé la charla de James, porque había oído hablar del debriefing, pero no había acabado de entender lo que era. Lo definió como un proceso psicológico, educativo y cognitivo cu¬yo fin no es hacerte olvidar nada, sino colocar el recuerdo traumático en un lugar que te permita volver a llevar tu vida habitual. Nos dijeron que nuestro equipo tendría un debriefing con James antes de abandonar la misión, para poder adaptarnos mejor a nuestras vidas de antes. Sin embargo, yo nunca llegué a hacerlo.
En términos generales, James vino a decir que debíamos prestar atención a «nuestro bienestar», y nos dio un folleto con instrucciones que cubrían la parte física (beber mucha agua, dormir mucho, pasear), la espiritual y la intelectual. Nos recordó que el apoyo de los compañeros era crucial: debíamos fijarnos en quienes nos rodeaban, y si veíamos que alguno estaba al borde del agotamiento, debíamos invitarle a ir a tomar un café y charlar.
Comentamos más de una vez que Kosovo era un país realmente hermoso.
Después de comer trabajé con Claudia Bisso, una arqueóloga argentina.
Como hago siempre que me encuentro con el hueso de un niño, le eché un vistazo a su simétrico en la otra pierna, levantando un poco la pernera. La línea de fusión estaba clara: oscura, abierta, omi¬nosa. Rápidamente examiné el cráneo, que estaba al descubierto, pe¬ro no limpio. Con mucho cuidado, aparté la tierra de los dientes. Sí: le salían el canino mandibular y la segunda muela mandibular, y la segunda muela maxilar aún estaba en la cavidad. Esa persona tendría entre doce y quince años, y su vida ya había acabado.
A pesar del calor, limpié toda la tierra con renovado vigor hasta que quedó sólo el cuerpo. Observé que había algo dentro del bolsillo posterior derecho, incrustado de tierra, del pantalón. No tuve que hurgar mucho para ver que eran canicas. Un buen puñado. De pronto me puse a pensar en niños. Recordé que, unas semanas antes, había observado que algunos niños jugaban a lo que a mí me parecía el «anticuado» juego de las canicas mientras los equipos forenses jugaban al fútbol con los muchachos mayores de nuestro barrio residencial de Prizren. Me había fijado en esos niños cuando me fui del campo de fútbol a tomarme un descanso (habíamos sudado la gota gorda). Dos de ellos lanzaron sus canicas en la hierba, tan lejos que apenas veían dónde habían ido, absortos en la partida. Era una maravilla ver jugar a niños en la calle, a algo que nada tenía que ver con la televisión, y que había pasado de padres a hijos. Pensaba en niños. En lo diferentes que son de las niñas, que a veces exhiben orgullosas su entrada en la edad adulta, e insisten en llevar sostenes «deportivos» aun cuando apenas tienen pecho, y se maquillan antes de que sus padres se lo permitan. Los chicos a ve¬ces son más lentos, quizá se miran furtivamente al espejo, buscando el primer asomo de bigote, pero por lo demás intentan alargar su comportamiento infantil todo lo que les es posible. El chico de mi tumba tenía un puñado de canicas, lo que me decía más de su vida que ninguna otra cosa."


"La actividad siempre comienza del mismo modo: en cuanto un caso sale de la sala de radiografías, se ha fotografiado y se le han quitado las ropas, hay que examinar el cadáver tomando notas continuamente y comprobar la presencia o ausencia de huesos palpando; cuando resulte necesario, hay que extraer los huesos de importancia antropológica y patológica; debes reconstruir los huesos fracturados por traumatismo; debes comentar el traumatismo con el patólogo, etcétera. Aun cuando el caso te afecte por algún motivo, seguir estos pasos obligatorios asegura que el trabajo acabe haciéndose. Una vez completados esos pasos, debes analizar los datos recogidos de los huesos a fin de calcular la edad, el sexo, la estatura, y debes examinar el traumatismo que has reconstruido para determinar qué lo provocó.
Cuando has completado el análisis del caso y entregado el pa¬peleo, probablemente seguirás dándole vueltas. Pero antes de que el hecho de pensar en él te haga comprender que ese caso era exactamente igual que el anterior, y quizá como alguno de Kigali, antes de que te des cuenta de que el dosier de ese caso indica que el cadáver que has examinado era el marido de la mujer que estaba en la mesa de autopsias de al lado, y antes de que pienses en ello o sientas la tristeza, te asignan otro caso, y el patólogo tiene mucha prisa y quiere que se haga antes de la hora de comer. ¡Y otro! Ya no tienes que pensar ni sentir nada hasta más tarde, quizá mucho más tarde, una vez abandonada la misión, a 12 mil kilómetros de distancia, todo un mundo. Entonces te descubres llorando sobre tu almohada, y ves tus manos que tocaron, y tu mente recuerda que ese matrimonio anciano sigue muerto, y sabes que eso no tiene vuelta de hoja y te quedas pensando y sintiendo indefinidamente. De eso es de lo que te aíslan las exigencias de trabajar en un depósito del Tribunal. Pero al cabo de dos semanas de trabajar ahí dejé de disfrutar de ese aislamiento. Casi todo el tiempo que pasaba en el depósito era muy consciente de la interrelación de los cuerpos entre sí. Había grupos familiares, cosa que sabíamos por los impresos de identificación de la Organización Psicosocial Transcultural; de haber tenido esa clase dé datos en Kibuye, nos habríamos encontrado con esa misma realidad en la iglesia: las familias huían juntas y eran asesinadas jun tas, y los sobrevivientes, como la «muchacha que se deslizaba con aire regio», vivían por suerte o por casualidad, o porque los que deberían haberla asesinado habían utilizado machetes en lugar de balas. A pesar de esta «contextualización», me decía que estaba resistiendo bien hasta que los vivos hacían que mi compostura se viniera abajo. Mi caída la precipitó, en concreto, una sueca.
El gobierno sueco había prestado al Tribunal los servicios de dos arqueólogos y un antropólogo. Llegaron cuando yo estaba de adjunta, de modo que el primer día le estuve explicando a la antro¬póloga, una mujer madura e inteligente, los protocolos antropológicos y cómo funcionaba el depósito. Le encargué que pusiera un esqueleto relativamente limpio (es decir, uno en el que había muy poco tejido) en posición anatómica. Comenzó a hacerlo y me fui. Unos minutos más tarde, uno de los técnicos de autopsias me dijo que más valía que fuera a verla. Se había ido de la sala. Mientras salía para buscarla, me fijé en el esqueleto en el que había estado trabajando, y vi que estaba perfectamente colocado, incluso los huesos más pequeños de la mano, difíciles de ubicar, se hallaban en perfecta posición anatómica.
La encontré un poco más allá de las puertas del porche, senta¬da, pálida y abatida. Casi no podía mirarme. Señalando el depósi¬to con la mano dijo: «Nunca había visto nada parecido. No es más que un niño... ¿Cómo...? ¿Por qué...?». Su voz se perdió, bajó la cabeza y sus hombros se estremecieron. «Lo sé, lo sé», respondí, agachándome para frotarle la espalda, con ganas de llorar, pues no hacía más que decir lo que yo diría si me pasara lo mismo. Y al mis¬mo tiempo estaba furiosa con ella. ¿Por qué el gobierno sueco había enviado una antropóloga que nunca había visto cadáveres «recientes» a una misión forense en un país en el que las víctimas llevaban muertas menos de dos años? ¿Por qué estaba allí si no podía soportarlo? ¿Por qué estaba allí si iba a obligarme a contemplar, durante la jornada laboral, la desolada y cruda realidad de esos cadáveres? ¿No se daba cuenta de que yo tenía que quedarme y mantener la compostura un mes más? ¿Por qué estaba en mi lista de personal si era incapaz de hacer el trabajo? Mientras le frotaba el hombro, pensaba: «No me hagas esto. No me hagas echarme a llorar porque tal vez no podré parar». No tenía ningún caso concreto que me ayudara a aislarme; estaría como en ese verso de Graceland, de Paul Simon, con una ventana en mi corazón para que todos pudieran ver cómo se hacía pedazos.
La sueca no volvió al depósito. Ni siquiera estuvo lo suficiente como para que supiera su nombre, y lamenté haberme enfadado con ella. Era una buena persona, experta en su especialidad: los huesos quemados y fragmentados, aunque, como descubrí posteriormente, su especialidad se circunscribía a los huesos... de la Edad Media. Y lo que yo necesitaba era alguien con una sensibildad madura.
Durante mi época de adjunta también tuve mis momentos de llanto, pero no fue a causa de los cadáveres, sino a consecuencia de una bronca por parte de nuestro patólogo jefe. Aunque eso vino después. En los primeros días entre todos tuvimos que poner en marcha el depósito y hacerlo funcionar a pesar de los obstáculos logísticos, a saber, que aquel depósito no funcionaba del todo cuan¬do debíamos comenzar a analizar los casos. El edificio era estupendo, pues un batallón holandés del cuerpo de ingenieros lo había remodelado siguiendo las especificaciones del Tribunal."



Lo que cuentan tanto el director de Médicos sin Fronteras y Clea en sus libros, es que las matanzas en Bosnia o Ruanda, vistas de afuera, se explican como problemas religiosos, ajuste de cuentas políticos o guerras interraciales. pero la verdad es muy otra . La verdad es que la humanidad es como un tanque de nafta , y solo basta una chispa mínima, para que de un día para el otro los mismos vecinos que compartían un mismo barrio se empiecen a matar entre sí, solo por dio, envidia o temor, si de alguna parte llegan suficientes mensajes que los hagan sentir amenazados. En Ruanda, dice Clea Kopff que hutus y tutsis son los mismo y esta lleno de matrimonios mixtos. Los hutus tienen fama de ganaderos ricos ( aunque no lo sean ) Y los tutsis tienen fama de trabajadores pobres ( aunque tampoco lo sean ya).Con un poco de propaganda del gobierno machando en los medios que hay que vengarse del tal grupo, sólo la retirada de la ONU y de EEUU de esta zona caliente despues de la Caida del Halcon Negro en Mogadiscio fue la chispa que lanzó el descontrol total en el cual los vecinos mataban a sus vecinos, y ya nadie sabia quien era quien , sino que unos mataban a otros para salvar el pellejo . Los mismo pasó en Kosovo. Lo mismo puede suceder en tu barrio, en tu ciudad , en cualquier momento. El presidente de Médicos si Fronteras lo dijo :"Nos parece increíble, pero si yo siento que mi familia esta amenazada , ¿ buscaré armas? Si lo haré . Si creo que el vecino puede matar a mi mujer y a mi hijo ...¿ saldré a matarlo? Claro, no lo dudaría. Si de otro barrio viene a invadir mi casa , apropiarse de todo, violar a mi mujer y matar a mi hijo ...¿ mataré a cada uno que se me acerque? Sin duda . Y si para evitar eso, conviene salir antes y matar a todos los que quieren invadirme ...¿ Lo haría? Claro que sí. " Son palabras del Premio Nobel de la Paz. El hombre es una bestia en latencia . No encendamos esa chispa.


A su regreso a Ruanda se encuentra con una mujer y su hijo que perdieron a toda su familia en la masacre . Ella le dice " yo nunca se lo dije, pero nosotros dos nos salvamos porque a la noche veníamos al hospital y entrabamos a su habitación por la ventana para encerrarnos a dormir hechos un bollo en el cuarto de las escobas". Y el les dijo " Bueno, siempre lo supe, pero no les dije nada ..que me molestaba salvar dos vidas..." Y la ruandesa y su hijo abren los ojos como platos : " ¿ LO sabía?" y no pueden parar de reír. Muchos huyeron a la iglesia de Kibuye y se escondieron en la sacristía . pero los atacantes los persiguieron y mataron a machetazos . Mil vidas se perdieron alli. La sangre aun tiñe el cielorraso, las paredes y el altar  Hasta habían ideado una pequeña hoz destinada a cortarles los que corrian el talon de Aquiles, para dejarlos desangrarse en el camino. A las mujeres les cortaban la nariz, los pechos y las orejas , de paso.
Hubo otra antropóloga argentina Claudia Bisso , trabajando en el área  Era duro mostrarle a una madre el cuerpo de su niño muerto para que lo reconociera. El equipo ideo entonces un sistema muy especial de fotografiar la dentadura en un marco con la forma de una sonrisa, para que el golpe no fuera tan terrible. Y no había madre que no pudiera reconocer la sonrisa de un hija o hijo. Cuando luego de ver mil sonrisas, se lanzaba a llorar ...ésa era .
A mi hizo mucho ruido enterarme de que la ONU y los EEUU deben estar  presentes en zonas de conflicto para que no haya estas masacres. Luego entendí que las zonas con viejas disputas por tierras, por históricas diferencias no olvidadas, deben estar observadas , como una madre debe observar de cerca a niños revoltosos , para que no se hagan daño unos a otros . Donde hay periodistas y milicia extranjera, donde los medios cubren las noticias de la zona, se preserva la civilidad , aunque sea mínimamente. Cuando los ojos del mundo se van , llega el caos y la barbarie. Esa es la principal tarea del periodismo : observar y denunciar perpetuamente, para garantizar la paz.Por suerte, el ser humano aun le teme a la ley, al bochorno, a la denuncia.

Los equipos antropológicos forenses del mundo han logrado que los responsables de estan masacres reciban condenas de cadena perpetua. Ya no existe la impunidad. Los muertos hablan.

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