Lima, 01 de junio del 2001
La última función
Sábado, nueve de la noche. El ruido de los aplausos cedió su lugar al cuchicheo
de mil voces, amables o agradecidas, que, a su vez, se fue perdiendo en el mar
del silencio. Las luces, antes poderosas, han apagado sus fuegos y sólo un
lánguido farol ilumina la pieza. Hay rosas marchitándose en el suelo y las flores,
que sólo hace unas horas decoraban espléndidas el ambiente, yacen flácidas y
vencidas, tristes y olvidadas. Por el telón entreabierto se pueden ver las sillas
-improvisadas butacas de plástico- abandonadas al desorden de los últimos
aplausos. Un obrero recoge cables y micrófonos sin decir palabra. El escenario se
encuentra desolado, sin vida, sólo quedan las marcas de los pasos que fueron
personajes y han vuelto al sueño de los libros hasta la próxima temporada. La
última función ha terminado.
Siempre le tuve rencor a los finales, pero jamás he encontrado nada más
melancólico y doloroso que las despedidas alegres y bulliciosas. Cuando un amor
se rompe, por el abandono o por la muerte, nos queda lo gris de la felicidad
interrumpida. La cólera que nos incendia (contra el desamor o contra la nada) es el
mismo bálsamo o crema curativa que nos va inoculando partículas de resignación
ante la lógica inapelable de los adioses definitivos. Cierto, no hay tristeza más
grave ni más dolorosa que la que nace —infinita contradicción de la existencia—
de la muerte. La noche de saberme huérfano —por más viejo y corrupto que me
vuelvan los años— no amanecerá nunca. Sin embargo, estas penas profundas,
que trazan cicatrices en nuestra historia, las aprendemos a llevar en las espaldas
con la convicción de lo inevitable. O vivimos con ellas, o de una vez morimos.
Exquisita ironía, la carga, de tan insoportable, se hace llevadera. Son las
pequeñas penas las que matan.
Dicen los sabios que el secreto de la vida reside en dibujar metas tales que
aparezcan al alcance de nuestra vista (y de nuestras fuerzas) pero que, como el
horizonte, se mantengan siempre a distancia. Llegar es morir, es acabarse. La
existencia que basa su justificación en objetivos puntuales y posibles, se condena
a muerte. ¿Qué siente el corredor que alcanza, en diez segundos, la gloria
olímpica? ¿Qué experimenta el hombre consagrado genio cuando sólo ha
empezado a exigirle a sus talentos? ¿Qué hay después de la cima? ¿Qué pasa en
el ánimo del héroe de ayer que ahora se ahoga y desvanece en una desinfectada
cama de hospital? Dicen que el único amor perfecto es el que no se cristaliza.
Romeo y Julieta —por ocupar dos íconos imprescindibles del amor frustrado— se
seguirán amando a través de siglos de representaciones; sin embargo, Juan y
Juana —dos nombres cualquiera, como nosotros— vivirán el esplendor y las
cuitas del primer amor, se perderán en los pantanos de la costumbre y acabarán
marchitos y olvidados.
¿Me he vuelto filósofo? No lo creo. Sólo me he extraviado en ideas que nunca
debieran pronunciarse en palabras. La tristeza tiene la culpa. La pequeña tristeza.
Cuando los aplausos daban término a meses de esfuerzo, de lucha, de peleas y
contradicciones, miraba las caras espléndidas de felicidad de mis niñas y
muchachos. Todo el tiempo invertido, todo el cansancio, las lágrimas de
impotencia, la cólera ante los gritos —justos e injustificables—, las palabras
ásperas, la exigencia, la presión, las noches en vela intentando aprenderse los
interminables monólogos y la letra con palabras indescifrables, la tarea de crear al
personaje (y creer en él), esos sábados y domingos enteros robados a la diversión
y a la fascinante nadería, los gestos adustos, las maldiciones masticadas, el
agotamiento, la aversión al “empiecen de nuevo” que martilló sus oídos, las ganas
de no tener ganas —como Vallejo—, la tentación deliciosa del fracaso, el
abatimiento, los padres que tan poco (y tampoco) comprenden a los niños, los
viajes frustrados en nombre de una precoz y tierna responsabilidad, los
enamorados celosos, el ojo vigilante de las maestras atormentadas por objetivos,
logros y rendimientos, los pasos repetidos hasta la saciedad, las palabras y los
gestos, y esto no y aquello sí, y de nuevo, y qué te pasa, y presta atención, y no
te rías, y quién se demoró, y por qué te equivocaste, y repitan, y silencio, y, otra
vez, desde el comienzo.
¡Qué fuente inagotable es la juventud! ¡Qué energía! Cuando, al paso de los días, la
desesperación empezaba a hacer carne en mí, me encontraba con una sonrisa
infinita, con un gesto amable, con un movimiento nuevo y sorprendente, con esas
líneas imposibles ya aprendidas, con una voluntad indómita —de limpia e
irresponsable—, con un “confía en mí” que desarmaba mis arranques de tirano,
con esa blanca existencia en el limbo perfecto de la pubertad, en el instante en
que son mujeres y hombres —nunca más niños— con la pura presencia, con el
ánimo dócil, con la preciosa virtud de lo que no ha sido maculado por el tiempo y
sus razones impostergables.
¿Cuántas veces dudé? ¿Cuánto me tentó liquidarlo todo? No lo sé. Sólo recuerdo
que en cada oportunidad que tomé la firme decisión de cancelar la obra, me
encontré con una esperanza, con una risa, con un gesto de aliento o una palabra
de confianza, que desarmaron mis ímpetus.
Y llegó el estreno. Ninguno defraudó la fe que Adrián —mi irremplazable asistente
amigo— y yo, pusimos en ellos. Todos cumplieron en cada presentación, dando
un poco más de sí cada vez que el telón se descorrió para dar paso a la fantasía
que representábamos. Hubo situaciones que podrían llenar un anecdotario de
momentos graciosos, serios y desesperantes. Más de una vez quiso cundir el
pánico, entre acto y acto nacían los reproches, tú te equivocaste, no me diste la
línea, saliste antes de tiempo, y todas las limaduras que la presión causa en tan
jóvenes espíritus exigidos como adultos; sin embargo, la sangre no tiñó el río y el
temple se mantuvo. Los aplausos, sinceros y prolongados, hicieron larga justicia al
trabajo agotador, y a veces delirante, con que esas muchachas y muchachos
revivieron, una vez más y con éxito, a esos personajes que duermen el improbable
olvido de las letras, en el blanco y negro de los libros.
Todo ha terminado. Me sublevan estas despedidas entre risas y agradecimientos.
Me deprime saber que al apagar las últimas luces, sólo quedarán tres fotos y un
recuerdo que se irá confundiendo en el olvido. Me duelen los abrazos, nunca he
sido del carácter que recibe templado los finales, será que en mi familia nos vamos
siempre sin despedirnos. Estas pequeñas penas son las que matan y las que nos
recuerdan —felicidad y espanto— que seguimos vivos.
©José Luis Mejía
martes, 20 de enero de 2009
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